Opinión
Es un teatro, no una negociación
No hay que caer en la falacia que viene extendiendo la izquierda de que el Gobierno y los separatistas han abierto una vía política que estaba cerrada por la intransigencia de los ejecutivos populares.
Más allá de los gestos y de una escenografía que muchos verán lesiva para el principio constitucional que establece la igualdad de todos los españoles con independencia del lugar donde habiten, la primera reunión de la mesa de diálogo Gobierno-Generalitat ha cumplimentado una de las exigencias que puso ERC para apoyar la investidura de Pedro Sánchez y, al mismo tiempo, aunque aún está por ver, podría abrirse la vía hacia unos nuevos Presupuesto Generales, con la aprobación parlamentaria del techo de gasto. Todo lo demás, es decir, la vuelta al cumplimiento de la legalidad por parte del separatismo catalán que, no lo dudamos, debe ser el objetivo último que busca el Ejecutivo de la nación, queda al albur de un proceso negociador que, a nuestro juicio, no es más que la repetición de un bucle sin solución de continuidad.
Porque lo cierto, es que ayer, pese a las buenas palabras y los comunicados de buenas intenciones, ni Joaquín Torra ni los representantes de las dos mayores formaciones nacionalistas renunciaron a un ápice de sus postulados maximalistas, concretados en la demanda de una amnistía para los golpistas y en el reconocimiento por parte del Estado del derecho de autodeterminación, dos exigencias de imposible cumplimiento sin que medie una reforma expresa de la Constitución que, en cualquier circunstancia imaginable, se nos presenta muy problemática.
No hay, por lo tanto, que caer en la falacia que viene extendiendo la izquierda de que el actual Gobierno y los separatistas catalanes han abierto una vía política que estaba cerrada por la intransigencia de los últimos ejecutivos del Partido Popular. No es cierto en absoluto y, lo que es peor, pretende hacernos creer que la gran mayoría de los españoles o bien ha olvidado lo vivido en Cataluña, que fue retransmitido en directo, o se ha resignado al desistimiento. La realidad, tozuda, es que cualquier vía política quedó cegada cuando el Gobierno autónomo catalán decidió celebrar su referéndum ilegal, hizo promulgar las leyes de desconexión y proclamó la independencia unilateral del Principado. Tal es así, que Pedro Sánchez llegó a proponer, como una de las medidas estrellas de la campaña electoral de noviembre, la reintroducción en el Código Penal del delito de convocatoria de consultas ilegales, promesa que su magro resultado en las urnas ha dejado, como otras tantas, en agua de borrajas.
Por ello, es importante que la opinión pública no pierda la perspectiva de que no nos hallamos ante un proceso de negociación al uso, en el que dos partes en pie de igualdad cierran un conflicto mediante cesiones tasadas, sino ante una escenificación que resulta conveniente a ambos adversarios, aunque por motivos muy distintos. Lo cierto es que ni hay situación de bilateralidad entre España y Cataluña, por más pares de banderas que se desplieguen en La Moncloa, puesto que se trata de una parte integrada en un todo, ni se ha abierto, insistimos, vía política alguna, al menos, hasta que los nacionalistas catalanes se avengan a operar dentro del modelo autonómico. Será entonces, y sólo entonces, cuando se dé el necesario marco jurídico para llegar a algún tipo de pacto.
De ahí, que el último punto del comunicado conjunto hecho público al término de la reunión, que afirma que «cualquier acuerdo que se adopte en el seno de la mesa se formulará en el marco de la seguridad jurídica», adolezca de la menor virtualidad, puesto que la mesa, tal y como está establecida, carece de un sostén normativo y, por supuesto, del menor mandato constitucional. No se nos escapa, por supuesto, que mantener esa escenificación a la que nos referíamos antes, beneficia a Pedro Sánchez mientras se mantenga la actual coyuntura parlamentaria. Pero llegará un momento el que las palabras deberán tomar su contenido.
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