Editorial

Deber moral y político de combatir el odio

La Fiscalía está obligada a entrar de oficio en defensa de las víctimas y actuar contra todos los que han amenazado y han acosado a la familia de Canet

El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ha ordenado a la Consejería de Educación de la Generalitat y a la dirección de la escuela Turó del Drac de Canet de Mar (Barcelona) «adoptar las medidas necesarias para preservar la protección e intimidad» de la familia que denunció el proyecto lingüístico del centro y reivindicó el derecho a que su hijo de cinco años recibiera al menos el 25% de las clases en español, tal y como ordena la sentencia del Tribunal Supremo. Que un órgano jurisdiccional deba salir en socorro de unos ciudadanos por el hecho de reclamar el cumplimiento de la ley retrata la anomalía crónica en la que se desenvuelve en el Principado todo ciudadano que no comulgue con las ruedas de molino de los separatistas, que han estigmatizado sin tasa a una mayoría social. El bochornoso episodio de este pequeño y sus progenitores, sometidos a un acoso desalmado por una turba alentada por la administración secesionista, es la constatación del clima social y político de una comunidad sometida a un estado de excepción moral en el que, como en los más funestos tiempos de la segregación racial en EEUU, existen ciudadanos de primera, la élite política que dirige y somete y sus correligionarios, y personas de segunda, a las que se deshumaniza con soflamas de odio amplificadas por el poderosísimo aparato institucional. Como en toda expresión de linchamiento social, en Canet existe un afán de escarmiento para disuadir a otras familias que se planteen romper la ley del silencio impuesta durante años. La coerción y la violencia, en cualquiera de sus expresiones, son medios esgrimidos siempre por los totalitarios contra la razón, la decencia y el derecho. Ayer, la concentración en Canet de Mar exhibió el discurso del odio al diferente, que es la savia que alimenta a la casta supremacista contra todo lo español. Ese estado de imposición habría sido imposible sin una política reincidente desarrollada desde los gobiernos de Madrid de retirada del Estado y de desactivación de sus innumerables recursos para restituir los valores originales de la democracia y la justicia. Llegados a este extremo, en el que se institucionaliza el cerco público de quienes reclaman su derecho constitucional a recibir la enseñanza en su lengua materna, también amparado por las Naciones Unidas, el Gobierno debe abandonar la indiferencia y no sustanciar su responsabilidad con cuatro declaraciones y una llamada telefónica al consejero. Se impone el deber moral y político de combatir el odio excluyente que el supremacismo catalán destila por arrobas. La Fiscalía está obligada a entrar de oficio en defensa de las víctimas y actuar contra todos los que han amenazado y han acosado a la familia de Canet, incluidos los cargos institucionales que han participado en el hostigamiento al menor y a sus padres. Sin dilaciones. Es hora ya de que el Estado garantice la libertad plena para los catalanes no independentistas. No hay espacio en nuestra democracia para brotes xenófobos contra nadie, mucho menos contra un niño.