La izquierda no es dueña de la Universidad
Reivindicar la suprema misión de la institución en democracia es un deber de los poderes públicos. Tanto como excluir de ese ámbito a quienes manipulan y corrompen su espíritu
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En democracia las instituciones para confrontar los proyectos políticos y depurar las estrategias partidarias están bien delimitadas. La Universidad no se encuentra entre ellas. Su papel en la vida nacional se circunscriben al saber, el conocimiento y el debate sin dogmatismos ni censuras. Esa discusión, la exposición de las ideas, de todas ellas, la controversia, los fundamentos medulares de la naturaleza y el espíritu de la institución de la enseñanza superior pertenecen a un plano absolutamente extraño a la refriega y el cuerpo a cuerpo que domina hoy en el escenario institucional y público envilecido y polarizado por intereses muy concretos. Desde hace unos años, con la entrada en la escena de la izquierda antisistema, que ya anidaba y se ramificaba en específicos reductos de conocidas facultades, la intolerancia promovida por los grupos antisistema de los círculos podemitas, separatistas o bilduetarras ha estrechado las esferas de libertad y ha alterado la convivencia en el templo destinado a reivindicar y amparar el conocimiento y la convivencia. Esa extrema izquierda se comporta como si los pasillos, los despachos y las aulas fueran de su propiedad y el derecho de admisión se ejerciera en función de una voluntad arbitraria. La intransigencia con el diferente se concreta en coacciones e incluso en violencia, y los escraches han sido carta de naturaleza contra liberales, conservadores o meramente constitucionalistas. La izquierda y sus aliados aspiran a colonizar la Universidad, como lo han hecho con otras instituciones del Estado. El fin justifica cualquier medio. El grado de envilecimiento y decadencia del presente tiempo político se evidencia a diario con un Gobierno, que, como el ministro Subirats, alienta y justifica episodios de coerción como el que se organizó ayer en la Universidad Complutense para reventar el acto de reconocimiento a la presidenta Isabel Díaz Ayuso, como antigua alumna y hoy primera autoridad política de los madrileños. Ni los insultos ni las amenazas ni la intimidación deben tener espacio y menos comprensión en la Universidad. Resultaron especialmente bochornosas las complicidades de los regidores políticos que se alinearon con el matonismo y la turba. Sería injusto, claro, pensar que esa mancha denigra a la mayoría que no pueden representar los fanáticos activistas en las aulas ni el sectarismo político asentado en despachos departamentales, e incluso en algún decanato y rectorado. La Universidad no es ni puede ser un campo surcado de trincheras ni una picota para el linchamiento y la violencia contra nadie, sino un reducto en el que el saber, el pensamiento, el debate y la sana discrepancia puedan acogerse a sagrado. Reivindicar la suprema misión de la institución en democracia es un deber de los poderes públicos. Tanto como excluir de ese ámbito a quienes manipulan y corrompen su espíritu.