Editorial
La raíz cristiana de la sociedad española
lejos de la caricatura oscurantista de las izquierdas militantes, el cristianismo siempre ha sido camino hacia la libertad, la justicia y la igualdad.
Uno de los momentos estelares de la Semana Santa tiene como protagonista a una escuadra de gastadores de la Legión que, a pulso, alzan la talla del Cristo de la Buena Muerte y Ánimas, imagen titular de la Cofradía de Mena, y la trasladan a su Hermandad mientras entonan «El novio de la muerte», convertido en el himno oficioso del Tercio pero que en su origen, y eso es lo que queremos destacar, nació como un cuplé. Y es importante porque es una muestra más de lo enraizada que está la conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo en el alma popular de unos pueblos a ambas orillas del Atlántico e, incluso, en el lejano Pacífico, porque también alzan sus Cristos y sus Vírgenes allende los mares, a los que no es posible comprender sin la argamasa religiosa y cultural del catolicismo.
Por supuesto, no se trata de hacer antropología para resaltar lo que a la mayoría de los españoles les viene, si se puede decir así, de serie con independencia de sus convicciones ideológicas o sus compromisos personales con el hecho religioso, como es el estremecimiento y el recogimiento ante la representación viva de la Pasión a lo largo y ancho de nuestros pueblos y ciudades. Ciertamente, el paisaje de la Semana Santa actual es muy distinto del que vivieron las generaciones que nos precedieron no hace mucho tiempo, pero ni la secularización evidente de la sociedad española ni la tenacidad, digna de mejor causa, de un sector de la izquierda española que enarbola la bandera de un laicismo militante que, por más que se tergiverse el texto, no tiene amparo en el ordenamiento constitucional de un Estado que se proclama aconfesional, no laico, ha conseguido cambiar el alma de la Nación.
Así, un año más, aunque con la mirada de todos puesta en los encapotados cielos, las procesiones, representaciones y autos sacramentales han reunido a millones de personas en la plástica representación de la fe de nuestros padres. Se nos dirá que no es sólo el fervor religioso el que mueve a las multitudes, que es también el hecho cultural de una bella imaginería de siglos e, incluso, el mero espectáculo de un turismo ávido de sensaciones, pero con ser cierto nada de lo sucede estos días en nuestras calles y plazas, cuando las tallas revestidas con sus mejores ropajes y adornadas con magnífica joyería abandonan sus templos, sería posible sin esa devoción popular que surge de las luces y sombras de una religión bimilenaria, el cristianismo, que ha ido dando forma a las sociedades occidentales, las que, asimismo, fueron capaces de concebir en su seno el sistema político más cabal y humano que han existido hasta ahora: la democracia representativa. Porque, lejos de la caricatura oscurantista de las izquierdas militantes, el cristianismo siempre ha sido camino hacia la libertad, la justicia y la igualdad.