Análisis

Pausa electoral

Se abre un periodo de casi dos años sin citas con las urnas: tiempo para fraguar grandes pactos y recomponer partidos

Hace casi siete años España se lanzó a una especie de horror vacui electoral enloquecido. Los comicios europeos de mayo de 2014 marcaron el pistoletazo de salida a una cascada de citas con las urnas que, sin saltarse ni un solo año desde entonces, han sometido al país y a sus ciudadanos a una tensión y a unos vaivenes inéditos. Autonómicas, municipales y hasta cuatro generales en este periodo han convertido la vida política en una permanente campaña, aquejada, por tanto, de todos sus vicios y coqueteos con la mercadotecnia de las medio verdades o las promesas difíciles de cumplir (María Jesús Montero dixit: «Enmarquen las declaraciones en la campaña», como si ésta fuera un espacio paralelo a la realidad). La tiranía de la demoscopia, que se ha extendido por todos y cada uno de los rincones de la vida política, aspira ahora a dar un tiempo de tregua: si en Cataluña se forma gobierno con la combinación electoral del pasado 14-F (supongamos que sí, aunque sea mucho suponer), la próxima convocatoria sería la de las andaluzas en diciembre de 2022. Algo menos de dos años sin rastro de campaña alguna. Esta temporada de calma plebiscitaria abre la vía para sosegar el crispado y enrarecido clima político, en el que la inercia en la toma de decisiones por intereses electorales pueda desaparecer de la escena o, al menos, matizarse lo suficiente como para que nos permita vislumbrar cambios sustanciales.

El coste de negociar

Este tiempo de paz que comienza ahora debería impulsar dos cuestiones básicas: facilitar la negociación entre los distintos partidos para abordar alguna de las grandes reformas (casi eternamente) pendientes, y también tendría que servir como freno a las dinámicas perversas, de sometimiento a las encuestas, que han atrapado a las formaciones políticas a lo largo de los últimos años. La primera evidencia de que escapar a la presión de las urnas favorece el acuerdo (o, al menos, la negociación) ha sido la llamada de Pedro Sánchez a Pablo Casado para retomar la renovación del CGPJ apenas tres días después de los comicios catalanes. Sin elecciones a la vista, las grandes reformas enquistadas en nuestro país, como la de las pensiones, la sanitaria (tan necesaria a la vista de lo que está sucediendo en la pandemia) o la de inmigración (que adapte las normas a la compleja situación de España como frontera sur de la UE) deberían tener más opciones de salir adelante. O, como poco, de que las fuerzas políticas afrontaran su debate de la manera más honesta posible, con la convicción de que todas las partes deben ceder y, por lo tanto, pueden dejar insatisfechos en algún aspecto a sus potenciales votantes. Es decir, que tomar decisiones conlleva costes. Hay que remontarse hasta 2015 (el principio del fin de las legislaturas de cuatro años) para recordar los últimos pactos de Estado que se sellaron en España, sobre terrorismo y violencia de género.

Además de esta posibilidad para la olvidada vía pactista, el periodo sin elecciones deja una segunda consecuencia en clave interna para los partidos que cuentan con un tiempo extra para recomponerse y revisar sus postulados estratégicos e incluso ideológicos. En este punto de encaje orgánico y reconstrucción es donde las formaciones se encuentran en distinta situación: cada una tiene sus ritmos y se enfrenta a sus propios dramas. Aunque PSOE y Podemos contemplan con la cierta placidez que da el poder el lapso sin urnas, la tensión por su guerra de guerrillas («monclovitas» y parlamentarias), les somete a un desgaste mayor del que podría esperarse tras el resultado en Cataluña. Aunque la erosión es desigual entre los socios de Gobierno: si los socialistas han logrado asentarse como la primera fuerza en la izquierda, los de Pablo Iglesias se instalan en la extraña paradoja de la formación menguante en apoyos, pero creciente en cargos públicos que les acompaña desde hace ya varios años.

Espacios convulsos

Pero si hay unos partidos a los que puede venir bien esta etapa de sosiego, estos son PP y Ciudadanos. Si los de Inés Arrimadas venían ya de un mal resultado en las generales (que derivó en la abrupta salida de Albert Rivera), la caída de apoyos en su cuna política inflige un daño difícil de cuantificar por su repercusión. La situación actual devuelve a los naranjas a la disyuntiva a la que se han enfrentado todos los partidos de centro de este país: pasan del todo a la nada en un corto espacio de tiempo. La fragilidad del suelo de voto en el espacio liberal encuentra aquí su máxima expresión y multiplica exponencialmente sus efectos en un escenario desconocido para la política española: tres partidos compiten por un espectro electoral que pese a ser muy amplio, ha estado ocupado durante décadas por unas únicas siglas.

Y en medio de esa tormenta perfecta se encuadra la compleja situación del PP, rodeado en el arco ideológico por Ciudadanos y Vox. Los expertos demoscópicos coinciden en señalar que «las elecciones se ganan por el centro» (donde sociológicamente se concentra la mayor parte de los españoles) o como apunta Ignacio Peyró en su compilación de diarios Ya sentarás cabeza «si quieres once millones de votos, no queda otro remedio que la base amplia y la elasticidad». Los populares se enfrentan a una compleja ecuación que rescata las posibles operaciones de unión-absorción-fusión que ya sonaron en el pasado, con el objetivo ahora de cristalizar en el ámbito nacional. Sin duda, la pausa electoral es un buen momento para recolocarse y rearmarse. De nuevo, sí, para la contienda en las urnas.