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Transformación

¿Vuelve el bipartidismo? Examen a la «nueva política»

Pareció una «revolución de terciopelo», un cambio en el espíritu social y político que debía concluir con una transformación del sistema. Pero Cs y Podemos han envejecido demasiado pronto

Rosa Diez, Nicolás Redondo Terreros, José Manuel García-Margallo y Antonio Miguel Carmona (de izda. a dcha.) La Razón.

La llamada «nueva política» fue el resultado de la desafección general hacia el sistema y sus dirigentes producida por la crisis económica desatada en 2008, que siguió con el 15-M en 2011, y concluyó por la aparición de opciones «regeneracionistas» en 2014. Regresó el deseo orteguiano, mal leído, de la adecuación de la España oficial a la España real. Este desencaje, dijeron, había generado corrupción y el empobrecimiento general. El sistema había sido colonizado por una clase política, sostuvieron, que lo usaba en su beneficio, pervirtiendo la esencia democrática y arruinando el país.

Sin embargo, como indica Rosa Díez, fundadora de UPyD, no había nada de «nueva política» en aquel populismo ni en el comunismo. En realidad, dice la autora de «La demolición. La gran traición de Sánchez a la democracia», Ciudadanos y Podemos, los «nuevos», hicieron «política de la más vieja». Antonio Miguel Carmona, candidato del PSOE a la alcaldía de Madrid en 2015, sentencia: «La “nueva política” es lo que Platón denominaba demagogia».

En el ambiente de crisis general, la «nueva política» pareció una «revolución de terciopelo», un cambio en el espíritu social y político que debía concluir con una transformación del sistema. Los nuevos políticos usaron el discurso de la virtud, del viejo republicanismo cívico para salvar a la comunidad. Era la hora, decían, de que la nueva generación asumiera la tarea urgente de revitalizar España, de hacer justicia y «construir patria», como decía Podemos. Fue un engaño, dice Nicolás Redondo Terreros, que fue secretario general del Partido Socialista de Euskadi, porque «no hay nueva y vieja política, sino buena o mala».

Esa «revolución» se planteó como una cuestión generacional, los que habían vivido del «régimen del 78» frente a quienes se sentían traicionados. Hubo un reparto de papeles. Ciudadanos reclamó el espíritu de la Transición, mientras Podemos «vivía de la impugnación del 78», al decir de Redondo Terreros.

La efebocracia al poder

De ahí surgió la efebocracia: todos los nuevos dirigentes debían ser jóvenes, menores de cuarenta años, que mostraran la distancia con el pasado. Aquella efebocracia, dice José Manuel García-Margallo, por aquel entonces ministro de Rajoy, dejó por el camino muchos talentos «que querían servir a nuestro país», pero que ya no eran jóvenes. El fracaso posterior, como dice Carmona, mostró que «la política no es una cuestión de edad».

La juventud y la buena imagen constituyeron un mensaje político que contó con el auxilio de las televisiones. Un debate entre una persona mayor a la que achacar todos los problemas y un joven rebosando demagogia daba mucha audiencia. Los políticos de Ciudadanos parecían salidos de un casting para atraer a la clase media, mientras que los de Podemos optaron por la moda batasuna para hacerse con la izquierda. Los medios, dice Rosa Díez, decidieron que «lo nuevo era ser joven». Cogieron a gente, recalca la escritora, que «no había hecho nada en su vida, y que por tanto no podía ser juzgada por nada».

Ciudadanos fue el abanderado de la virtud, esa atalaya desde la que criticar todo. El pasado era corrupción y enfrentamiento, «las dos Españas» que ellos venían a pacificar. Aquello fue una caza de brujas donde todos, especialmente del PP, eran corruptos si no demostraban lo contrario. La justicia se hacía en los platós de televisión.

De ahí vinieron, como recuerda García-Margallo, los casos de Rita Barberá y Camps en Valencia, y el más grave: la moción de censura a Rajoy por una frase malintencionada en una sentencia. Rosa Díez señala que esa persecución de la corrupción fue falsa porque solo se hizo con el PP, mientras que la izquierda «tuvo bula». El objetivo, dice, era apartar a los populares de la vida política.

“Salvadores” de la patria

Las noticias de corrupción eran seguidas de apariciones de políticos de Ciudadanos y Podemos dando lecciones. Iglesias decía entonces que prefería un telediario a un ministerio. Las nuevas formas de comunicación fueron básicas: la rapidez de las redes sociales sumaban el impacto de la televisión, convertida en autoridad para construir el relato, interpretar la realidad e indicar la solución. Eran los salvadores de la patria. Aquello, dice Rosa Díez, fue una operación para controlar el cambio: «Pusieron un joven aseado para la derecha (Rivera), y otro desaliñado (Iglesias) para la izquierda». Pero esa creación «se les fue de las manos» y los nuevos partidos acabaron disputando de verdad el poder.

Pronto tomaron formas viejas. Entraron en escena abanderando la democratización de los partidos y la transparencia, el fin de la ley de hierro de la oligarquía, que diría Robert Michels, y no fue así. Iglesias se convirtió en el caudillo de Podemos a partir del congreso de Vistalegre II, purgó el partido, y multiplicó su fortuna por seis en seis años. Rivera se rodeó de un grupúsculo que tomaba la decisiones, e ignoraba al resto del partido.

La regeneración fue otro de los tópicos. Ciudadanos tiró de manual para decir que las instituciones no funcionaban porque no eran ideales. El idealismo vende mucho en tiempo de crisis. Podemos fue más allá: la democracia estaba mal concebida, había que avanzar hacia una democracia participativa, fuera de las instituciones, en los barrios y «círculos». «Lo llaman democracia y no lo es», gritaban, refiriéndose al reparto de la riqueza, y a la búsqueda de la justicia social para eliminar las desigualdades materiales. En definitiva, una nueva versión comunista con estilo populista y con las televisiones a favor.

Totalitarismo de niños bien

Los medios no crearon a los partidos de la «nueva política», en esto coinciden García-Margallo y Rosa Díez, sino que se limitaron a transmitir el mensaje. Ciudadanos y Podemos tenían un fondo común aunque con un mensaje distinto y formas diferentes. Ciudadanos fue electoralista. No tenía ideología, sino sondeos. Podía defender o censurar la prisión permanente revisable según las encuestas de opinión o llamarse «socialdemócrata» y luego «liberal» sin el menor rubor solo para seguir la moda. Podemos siempre fue un comunismo populista, un totalitarismo de niños bien que querían amoldar el orden social, las costumbres, las ideas o los gustos a su proyecto político a través de la legislación. Llamaron «transformación social» a la clásica revolución.

El podemismo despreció el pluralismo desde la lógica binaria amigo-enemigo. Ciudadanos, al contrario, hizo gala del pluralismo como seña de identidad, ya que quiso ganar su espacio político situándose en el centro. Sin pluralidad no hay centralidad posible. Sin embargo, unos y otros mostraron un complejo de superioridad moral muy notable, propio de la nueva política, que fue bisoño y adanista. Vinieron a descubrir el Mediterráneo, y no lo encontraron. Como señala Redondo Terreros, «empezar de cero continuamente no es bueno para el país».

Ambos apelaron a las emociones, aunque desde perspectivas distintas. Ciudadanos llamó a la ilusión, mientras que Podemos al rencor y al odio. Los de Rivera abandonaron el centro cuando comprobaron entre 2016 y 2018 que eso suponía un techo, y se decidieron por sustituir al PP, uno de los dos partidos clásicos.

Una segunda transición sin el PP

Lo mismo hizo Podemos. Pablo Iglesias decía que su proyecto era una pistola con una sola bala, y su pretensión era constituir el gran partido de izquierdas que atara las alianzas con los nacionalistas para acabar con el «régimen del 78». Es decir; lo mismo que hizo cuando fue de la mano de Pedro Sánchez en 2020. Esto no es «nueva política», señala Rosa Díez, porque se trata de la culminación del zapaterismo: una segunda transición sin el PP. Ahora, tras enturbiar la política, Iglesias se retira por su fracaso en Madrid, y Podemos ventea muerte.

Rivera perdió su pulso con Casado. En noviembre de 2019 un millón de sus votantes se pasó al PP, quedando Ciudadanos con tan solo diez escaños, y en las elecciones madrileñas 245.000 votos que han ido a los populares, quedando extraparlamentario. Ciudadanos, según García-Margallo, ocupó una posición que el PP abandonó, pero que perdió atractivo por los vaivenes de Rivera y el impulso de Casado. Tampoco Arrimadas lo arregló. Su apoyo al sanchismo y las mociones de censura en Murcia, Castilla y León, y casi en Madrid, dieron la puntilla.

Envejecieron muy pronto porque no eran «nueva política», sino lo viejo con otro envoltorio. Los ataques al bipartidismo acabaron también con su credibilidad al no introducir nada nuevo. Rosa Díez asegura que el bipartidismo era la «comodidad» de los dirigentes políticos frente a los retos nuevos, y que ya no representaba la «pluralidad que existía en España». El bipartidismo sirvió en los inicios de la Transición, indica García-Margallo, con UCD y PSOE, y luego entre socialistas y populares, siempre «centrados». El problema no es el pluralismo, sino un multipartidismo que rompe España en bloques y desestabiliza el país. Carmona apunta algo más: «El bipartidismo no es el problema, sino los malos dirigentes».

Quizá hayan muerto los partidos de la «nueva política», pero lo que parece viva es la necesidad de una forma nueva de hacer política, de acercarse a los ciudadanos, y de que éstos se vean defendidos por las instituciones en aras de la convivencia y la prosperidad.

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