José Antonio Vera

Marlaska se supera a sí mismo

El buen nombre que tuvo en el pasado como juez lo ha dilapidado

La ministra Irene Montero ahondó ayer en sus excesos verbales acusando al PP de promover la «cultura de la violación». El otro día dijo que la derecha promueve la «violencia política», sin hacer el más mínimo ejercicio de contrición, pues cada vez que habla esta mujer exhala agresividad. Es preocupante la situación de degradación a que se está llegando en el Parlamento español. El insulto es lo habitual, el diálogo lo anormal. Difícil es hablar con quien no quiere hacerlo. Y el Gobierno está empeñado en no dar chance a la palabra, como debiera por su responsabilidad institucional, sino en encender una polémica y otra, escándalo tras escándalo, recurriendo a la provocación, la confrontación, la belicosidad oral, las malas maneras, tildando de «fascista» a quien no apoya sus decretos u ocurrencias.

La situación que se vive hoy en las Cortes es peor que la de los difíciles años de la Transición. Entonces había buenos parlamentarios, ironía, cierto sentido del humor y, sobre todo, sentido de Estado. Felipe, Suárez, Fraga, Roca, Carrillo y otros trabajaron por la reconciliación, por evitar que España volviera al frente-populismo. Por desgracia, esa es la cultura política que se ha instalado hoy en el Congreso. No hay ningún rigor. No hay buenas maneras. No hay urbanidad ni principios. Quizás porque es la primera vez que mandan los radicales. El PSOE, para seguir al frente del Ejecutivo, se ha plegado y acepta el discurso ultra de Podemos, Bildu, Esquerra y demás extremos, generando una dinámica de acción-reacción en la que Vox también triunfa. Y España pierde.

Marlaska, otrora aspirante a una cartera con los gobiernos del PP, podría ser un caso aislado de buen hacer ministerial. Por desgracia, su gestión ha sido un completo fiasco. Ha intentado disfrazarse de socialista, pero en Podemos y aledaños no le perdonan su pasado azul. De modo que si Echenique y las confluencias tienen que sacrificar a alguien, Marlaska estará siempre entre los elegidos. La realidad del ministro del Interior es que supera con creces en antipatía a sus predecesores, tanto del PSOE como del PP. A Barrionuevo no le quería la izquierda, pero estaba bien valorado en las encuestas. Igual que Corcuera, Asunción, Mayor Oreja o Rubalcaba. Los españoles han estimado siempre a quien estaba al frente de un Ministerio tan complicado. La excepción es Grande Marlaska. El buen nombre que tuvo en el pasado como juez lo ha dilapidado por completo a lo largo de estos años de errores, turbulencias, rencillas internas, simulacros, compadreo con el independentismo y acercamiento a Bildu.

Ahora le persigue el episodio de la tragedia en la valla de Melilla, donde brilla casi todo salvo la verdad. El documental de la BBC y un nuevo reportaje periodístico ponen de relieve que los 23 muertos y 77 desaparecidos no son fruto de un trabajo «bien resuelto», como se dijo, sino de una pésima gestión. Queda claro que el ministro no dijo toda la verdad cuando aseguró que no hubo ningún muerto en suelo español. Sí que murió al menos un inmigrante, solo que el cadáver fue arrastrado por los gendarmes del país vecino hasta la zona marroquí. Aquello no fue un modelo de eficacia, como se nos intentó vender. Fue un horror.

Ahora, el ministro se justifica parapetándose tras la Guardia Civil. Dice que la Benemérita no tuvo culpa de nada, y es verdad. La culpa fue de quien decidió que apenas hubiese guardias en la frontera, desprotegiendo nuestros intereses y, sobre todo, del responsable de falsear los hechos con el cuento de que nadie había muerto en territorio español.

La cultura del cinismo parece haberse instalado en Castellana 5. Solo que la purga a de Pérez de los Cobos, las balas «fake» a Iglesias, la navaja apócrifa de Maroto y las acusaciones de homofobia al PP se nos antojan ahora casi insignificantes. En Melilla, Marlaska se ha superado a sí mismo. En procacidad.