El desafío independentista
Aquel 8 de octubre
8 de octubre. La calles de Barcelona hervían de gente y el miedo cayó de golpe. A diferencia de los nacionalistas, que necesitan alquilar cientos de autobuses y llenarlos de gentes reclutadas en el agro, los constitucionalistas no hicieron otra cosa que invitar a los ciudadanos. Sin gimnasias norcoreanas, coreografías de Leni Riefenstahl ni bocadillos gratis. 8 de octubre. Futura Fiesta Nacional. Igual que el 1 y el 3. Semana grande. 8 días que conmueven España con la alegre potencia de un descorche democrático. El 1 el Gobierno de la Generalidad, más la bancada del parlamento regional favorable a pulverizar la soberanía popular y la ley, lanza su penúltimo órdago golpista, y si salvamos la democracia fue gracias a la formidable actuación de la Policía Nacional y la Guardia Civil, que actuaron con una eficacia, una ecuanimidad y una delicadeza emocionantes.
Quien dude de la quirúrgica proporcionalidad empleada por nuestras Fuerzas y Cuerpos de Seguridad no tiene más que imaginar cómo se habrían desenvuelto en una tesitura semejante los antidisturbios de países como Francia o EE UU si el Estado de Nueva York o la ciudad de París hubieran convocado a sus habitantes a la vía unilateral y el golpe insurrecto. No digamos ya las policías de Rusia, China, Arabia Saudí, Irán, Cuba o Turquía.
Dos días más tarde, 3 de octubre, el Rey Felipe VI galvanizó el país con un discurso que estudiarán los escolares. Un aldabonazo en favor del constitucionalismo que firmaría Habermas. Un depurado, vibrante, luminoso ejemplo de republicanismo. Cuando el Rey terminó de hablar, cuando la cámara desconectó de Zarzuela, los demócratas supimos que no estábamos solos. El país no permitiría el atropello de los derechos y el desguace de las libertades acaudillados por un gobierno insurreccional y unos nacionalistas abonados a la coartada del distingo étnico y el no menos nauseabundo privilegio de raíz cultural. No, al menos, sin prestar antes batalla. Así pues cuando llegó el 8, Barcelona amaneció cuajada de banderas. La gente no salió a la calle a celebrar lo guapa y lo lista que es ni a fomentar un discurso de odio al diferente, sino que atropelló el silencio y ondeó una conspiración capaz de fumigar todas conspiraciones anteriores. Un complot en favor de la claridad, una conjura contra los necios, una maquinación espontánea y sincera para decirle a los malditos brujos que nosotros somos quien somos, basta de historia de cuentos y allá los muertos que entierren como Dios manda a sus muertos.
Los nacionalistas tuvieron cuarenta años para segregar a la mitad de los catalanes, expulsar del perímetro moral a los réprobos, castigar a los agnósticos, repartirse oposiciones, televisión y presupuestos y finalmente organizar el país mediante las acupunturas del rito funerario, la bámbola de la gusanera y el sucio culto a los huesos de los antepasados. Aquel 8 de octubre de 2017 Barcelona, Cataluña, demostraron al mundo que de cuanto fue nos nutrimos, transformándonos crecemos y así somos quienes somos golpe a golpe y muerto a muerto... Qué ganas teníamos, ay, de pasearnos a cuerpo.
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