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Tribuna

El ejemplo de las personas admirables

Desde los albores de la tradición jurídica se ha insistido en el gobernante honesto, el legislador preocupado por el bien común y el juez justo

Un juez con su toga EUROPAPRESS

Ha explicado Albert Bandura, en su Teoría del Aprendizaje Social, que las personas aprendemos observando a otras personas. Como seres sociales, mirar a los demás y vernos reflejados en ellos nos impulsa y ayuda en nuestras aspiraciones. De ahí que, nos atraigan naturalmente aquellos de los que podemos aprender. Y, de hecho, cada uno elige libremente a quién admirar. Sin embargo, la tarea de discernir es compleja cuando vivimos en un contexto en el que la imagen se construye y deconstruye con notable facilidad, y en el que, como ha observado Erving Goffman, no parece importar lo que uno es realmente, sino lo que logra parecer.

El Gran Teatro del Mundo de Calderón de la Barca tiene en nuestros días una réplica en las redes sociales, que son el mayor escaparate de personajes que tratan de captar nuestra atención. Pero en ese escenario complejo, en el que todos podemos ser farsantes, conviven de forma confusa la verdad y la mentira, el bien y el mal, la belleza y la fealdad. En las redes sociales se explotan los sesgos cognitivos que amplifican y limitan cánones al ritmo de los algoritmos programados, se crean falsas sensaciones de popularidad y se desinforma para alterar las creencias. En relación con ello, la profesora Shoshana Zuboff, en su libro «La era del capitalismo de vigilancia», ha señalado la intención de la industria tecnológica de influir sobre las personas. Por tanto, la admiración, entendida como la acción de sentir aprecio por alguien o algo, es una emoción ambivalente, traicionera y a la vez audaz, que se encuentra entre el sentimiento y la cognición. Una elección desacertada de referentes nos aleja de los grandes valores, que son los que inspiran las mejores acciones humanas y, nos puede dirigir por derroteros de desventura. Somos nosotros quienes debemos distinguir entre la luz y la sombra; porque sin distinción alguna, sin criterio, los carismáticos e influyentes, aunque corruptos e inmorales, embaucan a las conciencias acríticas, que no aprecian el valor de la virtud.

Los mejores modelos para seguir no son los de las existencias falaces, sino los que transforman la vida de los demás, los que son encomiables, los que reflejan una conducta ejemplar cuya calidad se puede medir por sus resultados: por sus obras los conoceréis. La apariencia, en cambio, no es sinónimo de virtud y, en ocasiones, esconde una realidad dramática. La vida virtuosa no es una cuestión de perfección inalcanzable, sino de trayectoria marcada por las buenas acciones, que se sustenta en el reconocimiento de la capacidad de mejora a pesar de las limitaciones.

A lo largo de la historia, figuras ejemplares han luchado por la libertad, la justicia, la igualdad y la paz. Es muy probable que esas personas también hayan cometido errores y que ciertos aspectos de sus biografías puedan ser cuestionados. Sin embargo, esto no debe oscurecer el valor de sus contribuciones y el ideal que representaron. Ahora bien, los virtuosos no siempre alcanzan la fama, ni tan siquiera la buscan, sino que su grandeza reside en la constancia de sus actos y en el impacto positivo que generan en su entorno. Son los héroes de lo cotidiano; son el maestro que con paciencia y dedicación, enseña a sus alumnos; el médico que con profesionalidad cuida a los pacientes; la jueza que frente a todas las adversidades imparte justicia; el vecino que tiende la mano al necesitado; el padre y la madre, que con amor y responsabilidad educa a sus hijos; y, cualquier persona de bien que desea lo mejor para todos. Esas personas, a menudo invisibles en el pasillo de las estrellas, son los cimientos de nuestra sociedad. Su honestidad, laboriosidad, generosidad y responsabilidad constituyen el modelo que merece ser emulado ya que promueve el bien que aspiramos ver consagrado en las reglas de nuestra comunidad.

Precisamente por ello, el derecho, como conjunto de normas que rigen la vida del hombre en sociedad, debe reflejar esos valores que deseamos y salvaguardar los derechos humanos que hacen posible el desarrollo de cada individuo. Louis Henkin, académico norteamericano de gran influencia, con el título de su obra «The Age of Rights», subrayó hace muchos años que los derechos humanos son la gran idea de nuestro tiempo. Pero el Estado de derecho, como sistema de organización política, no se sustenta exclusivamente en normas y principios, que por muy sofisticados que sean requieren de la conducta ejemplar de quienes lo integran. Ese modelo de Estado no es puramente formalista, como advirtió Hermann Heller, sino que conecta con la cultura y los valores sociales. Por eso, desde los albores de la tradición jurídica se ha insistido en la idea del gobernante honesto, del legislador preocupado por el bien común y del juez justo. No se trata solo de un efecto pedagógico, sino de una condición intrínseca de eficacia, puesto que un sistema legal sin adhesión a sus valores corre el riesgo de perder su capacidad de ordenar la sociedad de forma justa.

En consecuencia, la búsqueda de modelos admirables no es un ejercicio vano, ni un riesgo de pérdida de autenticidad, sino un criterio fundamental para el crecimiento individual, el avance colectivo y el buen gobierno de la comunidad. En nuestra sociedad existen figuras de gran valor, generalmente eclipsadas por los contenidos virales, lo que exige su búsqueda sagaz para identificarlas y aprender de ellas antes de ejercer plenamente nuestra libertad de acción. Pues, no olvidemos, como acertadamente señaló Calderón, en el Gran Teatro del Mundo, «obrar es nuestro albedrío».

Miguel Ángel Recuerda Girela es catedrático de la Universidad de Granada