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El gran reto de Felipe VI

Los Príncipes de Asturias
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Si hemos de hacer caso al Rey, pues ésta es una decisión que toma él y sólo él, resolvió poner fin a su reinado el 5 de enero, día de su 76 cumpleaños. Pero es obvio pensar que tampoco debió de ser algo de ese día, sino más bien madurado en los últimos meses.

Si hemos de hacer caso al Rey, pues ésta es una decisión que toma él y sólo él, resolvió poner fin a su reinado el 5 de enero, día de su 76 cumpleaños. Pero es obvio pensar que tampoco debió de ser algo de ese día, sino más bien madurado en los últimos meses. Además, sabía que el anuncio debería producirse en el momento idóneo: para bien de España y de los españoles.

Las cosas que fuimos conociendo a lo largo del día de ayer confirman que se ha buscado esa ocasión oportuna: elecciones europeas resueltas, antes de que la dimisión de Rubalcaba fuera efectiva, en periodo ordinario de sesiones parlamentarias; con mayoría parlamentaria suficiente para evitar sustos... y con rapidez: como deben hacerse las cosas importantes. Si todo va como debe ser, antes de que acabe el mes tendremos nuevo Jefe del Estado. Un nuevo rey que se llamará previsiblemente Felipe VI.

Don Juan Carlos ha dicho que era una decisión pensada, meditada, y ha aludido a un cambio generacional más que comprensible. Cuando hace dos años empecé a hablar de la abdicación del Rey en estas mismas páginas, hubo quien me lo reprochó. Incluso aludiendo a dos cuestiones que tenían lógica: los desafíos independentistas de Cataluña y País Vasco, y el «caso Urdangarín». No se ha referido a ellos Don Juan Carlos en su alocución, pero en la mente de todos estaban, y seguirán estando estos dos asuntos. Pero no se engañen: no ha dimitido por eso. Hubiera sido de cobarde y el Rey no lo es. Ambas cuestiones, desgraciadamente, se van a prolongar en el tiempo, y Don Felipe las conoce a fondo para saber cómo y con quién debe fajarse.

No. La cuestión es otra. En la última encuesta del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), la Monarquía había remontado cuatro décimas respecto al «annus horribilis» de hacía un año. En Zarzuela estaban convencidos de que las cosas aun mejorarían más. Después de los últimos viajes. Yo también lo creía, pero ya se dibujaba una popularidad en el Príncipe de Asturias –y sobre todo juventud– para hacer frente a otros nuevos retos que se pudieran plantear.

Los últimos meses de Don Juan Carlos han sido de un esfuerzo titánico para ayudar a la economía española. Incluso llegó a decir en Navidad que se sentía con fuerza y ganas para enfrentarse a sus tareas en la Jefatura del Estado. Pero el Rey es listo, muy listo en lo que se refiere a las necesidades de España. Y lo ha dicho en su discurso de abdicación. Un «nuevo impulso, una nueva generación, nuevas energías».

Las monarquías parlamentarias de Europa saben que los soberanos reinan pero no gobiernan. El Rey de España ha mandado mucho –sobre todo en el pasado–, pero es razonable que para las tareas que le reserva la Constitución esté en perfecta forma física. Hemos visto cómo algunos soberanos de Europa dejaban paso a sus hijos. Es razonable. Hasta hemos visto a un Papa que renunciaba. Lo de Inglaterra es otra cosa. Veremos cómo resuelve Isabel II la patata caliente de su hijo. Pero ése no es nuestro problema.

Aquí tenemos a un Príncipe heredero –lo he dicho hasta la saciedad– de 46 años y preparado no sólo de boquilla, sino con hechos, para cumplir con sus obligaciones como Rey. Los últimos meses lo ha hecho, a pesar de los silbidos, abucheos y lo que hiciera falta. Lo que vimos ayer fue algo importantísimo, pero muy razonable: que Don Juan Carlos abdicara y dejara el paso a su hijo. Es verdad que en España no estábamos muy acostumbrados a estas situaciones. Nos pone nerviosos todo aquello que no podemos controlar, pero hay algo más. Lo he explicado líneas arriba: ésta no es una decisión tomada a la ligera. De ninguna manera.

En primer lugar, el Príncipe ha tenido un tiempo para casarse, marcharse de casa, tener dos hijas –menos de las que él anunció– y para dedicar unos años importantísimos a su familia. Pero sobre todo ha tenido ocasión de ver, escuchar, recorrer... Ha visitado media España, y la otra media la ha pateado. Ha conocido a todos los políticos que hicieron la Transición, a los que vinieron después, y a los que están llegando. Se ha visto que estaba preparado por la fuerza con que ha asumido, hace unos meses, sus deberes protocolarios y de sustitución de su padre. Tenía ganas y se le notaba. Y eso era bueno.

Hace apenas unos días celebramos el décimo aniversario de su boda. La crónica rosa borró la más institucional y formal, pero era evidente que Don Felipe ya sólo quería transmitir una imagen: la del heredero a la espera. Sin prisas, pero preparado. No hubo especiales celebraciones, como una crisis aconsejaba. También en eso acertó. Una vez más. Y es que con frecuencia he dicho que lo que las encuestas reconocían –una popularidad de casi el 70%, sólo dos décimas por debajo de la de su madre– no era una casualidad. Era la consecuencia de estar siempre en su sitio, de cumplir con sus deberes, de no moverse de lo que se esperaba.

Sólo unos días después ha venido la renuncia de su padre y, una vez superado el momento de la sorpresa y del «¿por qué lo ha hecho?», surge su figura y un convencimiento: era y es el momento del Príncipe. ¿Por qué? Pues me explico.

En primer lugar, porque está preparado. En segundo, porque tiene ganas. También porque puede. La decisión de su padre le ha pillado regresando de la toma de posesión de un presidente iberoamericano. Pero tampoco le ha «pillado». Todo lo que ha ocurrido en los últimos meses, todo lo que ha hecho el Príncipe, era a sabiendas de que el momento se acercaba: desde la visita a la exposición de El Greco hasta presidir el desfile de las Fuerzas Armadas. Y ahí ha estado, con una normalidad, y tranquilidad que no pueden ahora darnos más que seguridad.

Los que tienen dudas sobre el Príncipe seguramente las tienen porque dudan sobre la propia Monarquía, y son legítimas, pero no son dudas que haya fomentado la actitud o decisiones del Príncipe en estos años. Quizá el reproche que algunos le hacen, y que hace referencia a la elección de su esposa, carece de sentido después de diez años de matrimonio. Doña Letizia se convertirá próximamente en Reina y, como ha dicho Don Juan Carlos, confía en que será una ayuda para el nuevo Rey como lo ha sido Doña Sofía.

Precisamente no querría olvidar en estas reflexiones el agradecimiento que ha manifestado Don Juan Carlos a su esposa en su abdicación. No sólo me parece justo y merecido, sino que viene a hacer justicia a una mujer que ha servido a España, como el Rey, por encima de cualquier otra pasión e interés. Cuando estos primeros momentos pasen, y podamos hacer reflexiones más pausadas sobre los acontecimientos de ayer, la figura de los Reyes se irá agigantando y valoraremos mucho más sus enormes aciertos por encima de los errores, siempre menores, que hayan cometido.

Comienza una nueva etapa en la vida de España. Nuevos Reyes. Seguramente un nuevo estilo, protocolo. Me permito recordar, también a aquellos que han reclamado precisamente en este momento la solución republicana, que la monarquía se fundamenta en el servicio a la sociedad. Sólo si es útil a sus ciudadanos se justifica. Los Príncipes lo saben.

Pero la monarquía de Felipe VI no sólo tendrá que ser útil a los españoles, sino mucho más íntegra, para que no puedan producirse en ella situaciones como la de Iñaki Urdangarín. También deberá ser más transparente, para que nunca haya dudas sobre sus gastos. Y para conseguir todo eso, deberá profesionalizar aun más su entorno: todas las personas que trabajan junto al Rey, las personas de su Casa, deberán responder a esos criterios.

Ésta es la nueva Monarquía que nos aguarda. Es evidente que Don Felipe no tiene el carisma de su padre. Tampoco le va a tocar hacer la transición a ninguna democracia. Eso es agua pasada. También el Príncipe es un demócrata. Manda, pero también dice que ama el consenso y los pactos. No esperemos sus gestos de confianza al estilo de Don Juan Carlos, pero los que le conocemos sabemos que será un buen Rey. El listón que le ha puesto su padre es la mejor y la peor herencia que podía recibir. Pero como se le va a pedir más, se esforzará en ser mejor. Comienza una nueva etapa en la Historia de España. Es la hora del Príncipe.