Escuchar las duras palabras que ayer dedicó Felipe González en Onda Cero a Pedro Sánchez demuestra la crisis constitucional que atraviesa España. “Es una vergüenza”, aseguró el ex presidente, usando unos términos más duros que los utilizados recientemente por José María Aznar, el hombre que le zarandeaba desde el escaño, el que le chillaba que se fuera a su casa. Ambos ahora, paradojas, le zurran al “number one” en esta orilla, Donald Trump lo hace desde la otra, demostrando lo aislado que gobierna el resistente ante la ingrata realidad. Una de las pocas cosas que logra su gobierno es provocar la unanimidad en su contra, sólo le siguen adeptos y adictos a un sistema preñado por la manipulación y el mangazo. Nunca pensé que Felipe y Aznar compartieran trinchera y objetivo: que el PSOE entregue la cuchara, se convoquen elecciones cuanto antes y las gane el PP. Alsina le sacó su apoyo a la abstención, surfeaba por la espuma del cabreo de Felipe, contento y sagaz, logrando que el hombre que se inventó el partido y transformó el país renegase de esta extraña criatura. No pueden contar con él, le confesó, ni con sus votantes, los socialistas que añoran el viejo partido, para salvarle los muebles a Ferraz. Si Koldo le clavó la puñalada al partido, ahora Felipe lo abre en canal a media mañana. La “barrabasada” del Tribunal Constitucional fractura la clave de bóveda, derrumba la estructura de la división de poderes, muestra las costuras del traje a medida diseñado por los propios condenados bajo el patrón de Santos Cerdán, mientras a Sánchez le salen ya las peores formas de matón de si le preguntan por su aislamiento en el cogollo de la OTAN, si le cuentan lo poco que pinta y la nada que suma en esta pantomima del gasto militar para tener contenta a la otra teta que le alimenta. Se siente acorralado y sabe que la “amnistía” a la catalana es su único salvoconducto para disfrutar del último verano como presidente.