Opinión

Las inocultables desigualdades

Tras el complicado resultado del 23J, el tema de fondo que marca todo es la posición de privilegio de los nacionalismos minoritarios

El presidente de ERC Oriol Junqueras, durante un mitin para las elecciones del 23J en la plaza Comercial, en Barcelona.
El presidente de ERC Oriol Junqueras, durante un mitin en Barcelona en la campaña del 23JLorena SopênaEuropa Press

Cuando queremos ser amables, a la simple cara dura le llamamos aplomo. Es un recurso del lenguaje –el del eufemismo– propio de la civilización, cuyo objetivo es no señalar descarnadamente los defectos del interlocutor para poder hablar con él y atenuar el enfrentamiento. Pero, como decía el doctor Johnson ya en 1769, a fuerza de usar las palabras con negligencia, unas palabras terminan por confundirse con otras. Cuando la desfachatez avanza de un modo general en la comunicación política, es bueno devolver a las palabras sus matices y su significado recto para saber exactamente dónde estamos y que la situación no se enmascare con maquillajes retóricos.

Es innegable que, en la base de las conversaciones destinadas a conseguir formar gobierno tras el complicado resultado aritmético de las últimas elecciones, el tema de fondo que lo marca todo es claramente la posición de privilegio de los nacionalismos minoritarios. Aceptarlo como un hecho estructural del sistema no puede borrar de ningún modo la marca de desigualdad que transporta todo nacionalismo. Cuando el nacionalismo se abate sobre las regiones, su principal objetivo es crear privilegios (leyes privadas) y proteccionismos para unos cuantos, en detrimento de otros que se ven sometidos a una situación de desigualdad. La naturaleza y la biología ya crean entre nosotros suficientes desigualdades como para añadirles voluntariamente otras creadas por los seres humanos. Las desigualdades de la naturaleza, al no estar provocadas por una voluntad premeditada, difícilmente pueden calificarse de injustas. Pero cuando las desigualdades están diseñadas por un sistema administrativo –por muy democrático que sea– siempre terminarán convirtiéndose en injusticia. La justicia es cosa de humanos. Lo propio de la biología es la indiferencia.

Es por ello que, para disimular esa inocultable marca de desigualdad tan reaccionaria que los delata, los nacionalistas de nuestro tiempo andan locos en muchos casos por pretender afirmarse de izquierdas. Para blanquear la inevitable suciedad moral que la búsqueda voluntaria de la desigualdad tizna–la de establecer una supremacía de unos sobre otros– intentan lavarla con supuestas medidas de justicia social que siempre quedan aparcadas cuando les pasa por delante el interés del colectivo propio. El objetivo es conseguir que la suma y resta de las supuestas superioridades morales dé saldo positivo, aunque sea aparentemente y de cara a la galería. Porque no hay nada que le guste más al votante medio que sentirse bueno y sencillo.

Ahora bien, como no es fácil mantener esas piruetas argumentales, el relleno del monigote termina asomando por las costuras. Basta ver al PNV asegurando que ha frenado a la derecha, cuando el propio partido es de derechas y habría que concluir entonces que se ha frenado a sí mismo. Lo cual recomendaría enviarlo urgentemente al diván del psiquiatra a ver si se aclara sobre si el tuétano de su ideología debe frenarse o promoverse. Lo mismo sucede en Cataluña con Junts, unos supremacistas de tomo y lomo con dogmatismo ultra, que hasta aseguran ocasionalmente algunos de sus miembros ser de izquierdas, ante la perplejidad del público que ve como sus actos y declaraciones públicas contradicen esa ocurrencia cubriéndoles del hollín de la desigualdad de la cabeza a los pies. Va para dos siglos que las sociedades humanas son ya conscientes de la importancia de la igualdad ante la ley para poder funcionar con garantías de justicia.

Todo lo que se aleje de ese principio básico en ideología son errores de lógica, anomalías y extravagancias de cara al progreso de la justicia entre humanos, por mucho que se justifiquen con supersticiones identitarias. Que alguien se crea croata o sudanés (o cualquier otra supuesta nacionalidad identitaria) tiene el mismo valor de cara a la justicia universal humana, más verdadera y profunda, que creerse perteneciente a un signo zodiacal. Si un político desea convenir con esas extravagancias para conseguir extraer rendimientos aritméticos a su favor que le mantengan al frente del poder, ha de reconocerlo abiertamente. Pero no cuela presentarlo (con aplomo, desfachatez, caradura o lo que prefieran) como soluciones imaginativas y de progreso. Porque el hecho de aprovecharse de esas anomalías para retener el poder, lo que se está haciendo, en realidad, es insuflar más dosis de ese problema por conveniencia inmediata propia.