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Nos jugamos la democracia

La Razón
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Aunque algunos intelectuales y políticos se sorprenden con la irrupción en la escena política de movimientos populistas, capaces de alcanzar en poco tiempo las más altas instituciones del Estado por la vía de las urnas y cambiar regímenes democráticos para imponer autocracias más o menos encubiertas, lo cierto es que este fenómeno hunde sus raíces históricas en las etapas iniciales de conformación del Estado contemporáneo. Desde entonces la emergencia de regímenes populistas liderados por dirigentes más o menos carismáticos o iluminados ha jalonado la historia de los países occidentales a ambos lados del Atlántico hasta llegar a nuestros días. Ello es así porque los fundamentos del populismo se encuentran en las propias estructuras políticas, económicas y culturales de las sociedades contemporáneas.

En efecto, las ideologías y movimientos populistas deben su existencia al protagonismo histórico de las masas, que se va desarrollando desde el último cuarto del siglo XVIII, tanto en la política, con el principio de la soberanía popular y la progresiva extensión del derecho de voto a diversos sectores sociales, como en la economía, con la producción y el consumo masivo, para alcanzar finalmente a la dimensión cultural mediante la alfabetización universal y el desarrollo de los medios de comunicación de masas.

Los mismos fundamentos estructurales que generan y sustentan las democracias contemporáneas son los que alimentan la eclosión de movimientos y líderes populistas, aunque entre ambas realidades existen tres importantes diferencias que conviene tener siempre presente. En primer lugar, el fin último de las democracias contemporáneas debe ser el desarrollo humano integral, tanto individual como colectivo, mientras que las ideologías populistas sólo aspiran a alcanzar el poder político, económico y cultural utilizando el discurso del progreso frente a la injusticia social como instrumento propagandístico de movilización política.

Una segunda diferencia deriva de la anterior y se sitúa en la legitimidad reclamada por ambas realidades políticas. Mientras que en las democracias actuales la base legitimadora emana de los valores de la libertad de decisión y la igualdad entre los ciudadanos, principios que permiten conformar la voluntad soberana de la sociedad mediante el libre debate político y la celebración de elecciones periódicas, en el caso de los regímenes populistas la legitimidad deriva de la adhesión a los ideales expresados por los líderes, la descalificación de las ideologías u opciones políticas discrepantes y la celebración de elecciones plebiscitarias. El resultado es la configuración de una voluntad social controlada y apropiada por una minoría dirigente.

Naturalmente ambas diferencias, en los fines y en la legitimidad, terminan plasmándose también en los medios utilizados para desarrollar la acción política. En el caso de las democracias los dos instrumentos principales para su funcionamiento son la separación real de los poderes del Estado y el imperio de la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Por el contrario, en los populismos sus dos principales instrumentos de garantía del Estado son la concentración real de poderes, generalmente encubierta bajo una separación formal y/o funcional, y la arbitrariedad legal, tanto en su formulación como en su aplicación. A la luz de estas diferencias, y otras muchas que probablemente se pueden añadir, resulta evidente que cuando los regímenes democráticos actuales se desvirtúan por traicionar su finalidad, por ignorar o atacar abiertamente sus fundamentos de legitimación o por corromper los principales medios de actuación del Estado, se abre la brecha por la que puede fácilmente emerger primero y potenciarse más tarde el discurso populista que terminará atacando los fundamentos mismos de la democracia. Eso sí, utilizando los instrumentos legales y las oportunidades políticas que le brinda la democracia desvirtuada. Ello explica por qué una de las primeras medidas que adoptan todos los líderes populistas cuando llegan al poder es cambiar las constituciones vigentes para implantar otras que garanticen la continuidad del nuevo régimen.

Un rasgo común de los regímenes populistas es su éxito político y económico a corto o medio plazo, ya que al imponer un férreo control estatal sobre las actividades políticas y económicas, así como sobre los medios de comunicación, logran potenciar la adhesión política, incrementar la producción y demanda internas junto con la aparente unidad nacional. Sin embargo, a largo plazo, el resultado de ese asalto al poder del Estado realizado por el populismo, bajo la dirección y el control de sus líderes, siempre termina provocando un régimen autocrático, el colapso institucional del Estado, la ruina económica y el enfrentamiento social, dando así paso a un Estado fallido.

Hay países que se han instalado durante generaciones en esta deriva populista hasta el punto de hacer difícilmente posible la transición a una auténtica democracia, al menos a corto y medio plazo. El caso argentino es verdaderamente representativo. El populismo que condujo y mantuvo la dictadura peronista ha sobrevivido, aunque bajo diferentes regímenes y cambiando sus siglas y dirigentes, hasta nuestros días, haciendo inviable la efímera transición a la democracia de la etapa Alfonsín. Caben pocas dudas sobre las consecuencias que para las instituciones del Estado, la economía y la sociedad argentinas ha tenido y sigue teniendo el marcado carácter populista de este país.

En los casos de Bolivia o Ecuador, el ascenso del populismo actualmente imperante todavía no goza de tan largo recorrido como en el caso argentino y, por tanto, sus efectos coyunturales todavía no son claramente perceptibles, especialmente en el ámbito socioeconómico, y su arraigo estructural está lejos de ser irreversible. En cambio en las manifestaciones más radicales del populismo, como es el caso del régimen chavista venezolano, sus efectos son ya incuestionables y el peligro de consolidarse estructuralmente se acrecienta con los años.

El éxito electoral de Podemos en España y de Syriza en Grecia ha relanzado el debate político sobre los populismos en ambos países. Pero más allá del alcance y los efectos que provocará el ascenso a las instituciones del Estado del populismo, que ya hemos expuesto, se impone una profunda reflexión sobre las causas de este fenómeno y las medidas que deben adoptarse para evitar su arraigo estructural.

Respecto de las primeras, es necesario diferenciarlas de las circunstancias que han facilitado su expansión. En efecto, la crisis económica y su corolario de empobrecimiento, desigualdad social y catarsis política, lo único que ha hecho es crear las condiciones idóneas para que se manifestase la profunda quiebra que ya experimentaba la democracia en ambos países. Es en este caldo de cultivo –exasperado por la crisis económica y, sobre todo, por el modo en que se han gestionado las medidas anticrisis– donde los hasta hace poco ignorados discursos de los líderes populistas españoles y griegos han arraigado. Sería peligrosamente ingenuo pensar que bastará con el descrédito mediático y el ataque político, propiciados por la falacia de las promesas y la dudosa honestidad personal y política de sus líderes, para detener a estos populistas. Hace falta mucho más que eso. En primer lugar, es necesario restaurar la dañada legitimidad del Estado con profundas reformas políticas, económicas y legales pero, sobre todo, con dirigentes creíbles por su trayectoria personal ejemplar capaces de recuperar la confianza de la mayoría de los ciudadanos.

No menos importante es la necesidad de restaurar una conciencia ciudadana, sistemáticamente erosionada desde el Estado privilegiando los localismos, en la que los valores comunes sean compartidos y defendidos activamente frente a los abusos que se cometan desde los poderes públicos.

Por último, resulta imprescindible movilizar a la sociedad para enfrentar e impedir el secuestro de su voluntad por los movimientos populistas que, permanentemente, se erigen en representantes de la mayoría de la sociedad aprovechando la inacción y el silencio de los ciudadanos.

No son tareas fáciles y, desde luego, requieren un arrojo y una constancia que trascienden la inmediatez de las próximas citas electorales, pero es mucho lo que nos jugamos ante el reto que nos han lanzado los populismos. Nos jugamos nuestra democracia y el futuro de nuestros hijos. Por ello el éxito en la respuesta colectiva exige que cada ciudadano asuma la parte que le toca.

* Catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid