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Socialistas europeos, ejemplos para Pedro Sánchez

La Razón
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Sabemos demasiado poco de Pedro Sánchez, un hombre sin experiencia ni carrera. Entre los escasos datos que tenemos, aparte de varias declaraciones insignificantes (y sonrojantes, como la de andar presumiendo de «juventud»), está su negativa a que el grupo socialista europeo respaldara el nombramiento de Jean-Claude Juncker como presidente de la Comisión Europea, en contra de los compromisos de su propio partido. Es posible que pague algún precio, porque Juncker presume de maquiavélico. Al menos, es coherente con lo que su partido había machacado en la campaña electoral de las europeas. Quizás esto indique que Sánchez está dispuesto a romper con el cinismo propio del PSOE desde Felipe González. Si Pedro Sánchez aspira de verdad a convertirse en un dirigente «confiable», como dijo hace poco, sería una novedad revolucionaria en el socialismo español. Los modelos que Pedro Sánchez tiene en el resto de Europa son variados. Los que más éxito han tenido en la permanencia en el poder y en la profundidad de las reformas son los partidos socialistas o socialdemócratas del norte y el centro de la UE. Sin embargo, cualquier comparación sería injusta. El PSOE nunca ha sido un partido socialdemócrata, y cabe preguntarse si los socialistas españoles han sabido alguna vez lo que es la socialdemocracia. La disposición al diálogo y al acuerdo con los interlocutores políticos, la seriedad en las relaciones con los sindicatos, el respeto casi sagrado a las instituciones, la interiorización de la vigencia de la idea nacional...Todo eso son cosas ajenas a la tradición y a la realidad del PSOE. Tampoco vale el laborismo inglés, que emprendió una vía de modernización radical con Tony Blair y sus políticas de cambio.

Quedan los partidos socialistas de los otros dos grandes países de la Unión, Italia y Francia. El actual partido de centro izquierda italiano ya no es el socialista. A pesar de ser infinitamente más conservadora que la española, la sociedad italiana procedió a cambiar de arriba abajo el paisaje político hace cerca de veinte años. De esa revolución salieron diversos partidos, entre ellos el Partido Demócrata que hoy gobierna el país. Los «demócratas» heredan actitudes que vienen de los socialistas, pero también de los democratacristianos, sin descartar liberales, republicanos y antiguos radicales. Se trata por tanto de una izquierda esencialmente centrista, con gran capaz de diálogo, pragmática, y sobre la que pesa el recuerdo de los escándalos de corrupción que llevaron al colapso del sistema.

Matteo Renzi, su líder actual, es el primer ministro italiano más joven de Italia, también el más inexperto y el más dado a irse por las ramas. Llegó al poder con el 41% de los votos, el mayor respaldo nunca visto en la República: una ambición digna de ser tenida en cuenta por Sánchez. No se consigue un respaldo así presumiendo de izquierdismo adolescente ni tratando de competir con populistas como Beppe Grillo. También resultó útil bajar los impuestos, en particular a los empleados con menores ingresos, justo antes de las elecciones. Por el momento, es la única reforma que ha puesto en marcha Renzi, que pidió cien días a la Unión para iniciar una política reformista y ahora ha pedido otros mil. Eso sí, Renzi apoyó a Juncker, que ahora le debe un favor. Anda enredado en la reforma del Senado y de la ley electoral, que a nadie importan, fuera de los políticos. Ya se sabe que intentar gobernar Italia no es sólo imposible, es inútil, según gustan de decir los italianos, siempre autocomplacientes.

Francia ofrece más ejemplos aprovechables para nuestros socialistas. Bajo la gestión de Manuel Valls, que ha llegado al poder después de la derrota de su partido en las europeas, el Partido Socialista Francés se ha enfrentado a cambios notables. En contra de lo que muchas veces pensamos en España, la crisis de la idea de la nación no es algo exclusivamente español. También en Francia, el país por excelencia de la nación republicana, la izquierda ha caído en la tentación de despreciar las virtudes cívicas e integradoras de la nación y el patriotismo. Valls lo detectó hace tiempo, y fue favorable en su día a la defensa de los símbolos, en particular la bandera. Como es lógico, no se puede esperar de Valls ninguna complacencia con tendencias centrífugas. Para Valls, como para el resto del socialismo francés, las instituciones son prácticamente intocables como no sea para reforzarlas. Los cambios en la organización regional, de orden cosmético y publicitario, van por ahí.

Valls fue ministro del Interior. Nada le disgustaría más que verse relacionado con gente como nuestros muchachos –y no tan muchachos– indignados y alternativos. Para él, el orden público no es una cuestión de derechas, sino un elemento básico que garantiza las libertades públicas y privadas. Así ha quedado claro en las recientes manifestaciones antisemitas. En Francia no tienen el problema del nacionalismo. Tienen otro, de gravedad parecida o aún más intratable, que es el de la integración de una importante minoría de ciudadanos franceses de origen norteafricano. A Valls no le falta voluntad de diálogo, pero también tiene claro los valores que debe defender. De ahí, por ejemplo, su defensa del judaísmo y de la libertad religiosa.

Un punto en el que Valls, a diferencia de Sánchez, dejó las cosas claras desde el principio es su voluntad de superar lo que el socialismo tiene de ideología. Lo dijo hace mucho tiempo: el socialismo es una utopía estupenda... para el siglo XIX. Ante el fracaso de las fórmulas aplicadas en la primera parte del mandato presidencial de François Hollande, Valls ha llegado dispuesto a reformar su país. No compite con Hollande. Compite con Sarkozy, como Blair competía con Thatcher, lo que también podría dar alguna idea, de orden estratégico y personal, a Pedro Sánchez. En esta perspectiva, Valls parece dispuesto no a cambiar las propuestas de Sarkozy sino a sacar adelante las reformas que Sarkozy no llevó a cabo. (Giscard, que conocía la naturaleza irremediablemente conservadora y quejumbrosa de sus compatriotas, hablaba de «adaptaciones».)

La Francia de Valls es un país endeudado, paralizado, sin crecimiento, con el paro en aumento, la inversión extranjera rozando el grado cero, con una minoría ansiosa por salir de lo que considera una ratonera, con una tercera parte de la población que se siente marginada y manipulada, y una mayoría –con los más de cinco millones de funcionarios como vanguardia y modelo– convencida de que los demás deben –mejor dicho, debemos– costear sus privilegios, que considera derechos sagrados. La situación francesa recuerda al estado de espíritu que imperaba en el PSOE, tan propiamente adolescente, de Rodríguez Zapatero: la negación sistemática de la realidad.

Valls se ha enfrentado a esto sin miedo a desafiar a la opinión pública y a su propio partido. Sabe que pasaría a la historia de Francia con sólo poner en marcha una parte de las reformas que el Gobierno de Mariano Rajoy ha realizado en nuestro país. Que el PSOE de Pedro Sánchez quisiera «adaptar» la realidad española para hacernos retroceder hasta la situación que Valls aspira a reformar sería una gran ironía. Pero la izquierda española siempre se ha empeñado en aplicar aquí lo peor de Francia.