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Igualdad de género

¿Perspectiva de género o pérdida de perspectiva?

Opinión

Photo by Michael Prewett on Unsplash
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Asistimos a la apropiación de términos y símbolos por parte de una facción del feminismo manifiestamente animasculinista, más que antimachista. Y en esta apropiación ha caído, entre otros, el término “perspectiva de género”,

Miércoles. Ocho y media de la mañana. En lo que tardo en llegar desde mi casa a la parada del autobús (soy una de las dos únicas personas adultas que conozco sin carné de conducir) recibo tres llamadas de teléfono:

Llamada 1.

Mi amiga S., que se dedica a organizar eventos para empresas, está desesperada porque, para un congreso de tecnología (no dispongo de más datos, me van a perdonar), tiene que invitar al menos a dos mujeres a dar una charla sobre el tema. “Me da igual quienes sean, solo importa que sean mujeres. Recomiéndame a alguien. Su currículum no me interesa, que se inventen algo. Me da todo igual. Solo necesito que sean mujeres y que me rellenen tres horas. La perspectiva de género, tía.”

Llamada 2.

Mi amigo J. me cuenta que le han encargado el diseño de un cartel para unas jornadas de igualdad de un ayuntamiento (disculpen que no proporcione más datos, aunque en este caso sí disponga de ellos). Le han rechazado tres propuestas, en base a la perspectiva de género le dicen, por representar una “belleza normativa ” en la ilustración de una mujer que ha utilizado. Se ha sorprendido a él mismo tecleando en el buscador de un banco de imágenes “mujer fea” para elaborar su cuarta propuesta a ver si ya tal.

Llamada 3.

Mi amiga G. me cuenta que, en la presentación del libro de Gloria Lomana “El fin del miedo”, la ex-ministra de ciencia e innovación, Cristina Garmendia, declaró que “cualquier proyecto o iniciativa hoy en día, sin una perspectiva de género, no está bien visto por la sociedad”.

Ay, madre. Y yo sin haber tomado mi segundo café del día.

Está claro que algo pasa con la perspectiva de género, pero ¿Qué es la perspectiva de género? Pues, para empezar, definamos “género”. Según la filósofa feminista Alicia Puleo, y cito textual para ahorrarme disgustos, la palabra “género” aludiría a la” relación dialéctica entre los sexos y, por lo tanto, no sólo al estudio de la mujer y lo femenino, sino de hombres y mujeres en sus relaciones sociales. No solo a la mujer y lo femenino”. Acabáramos. O sea, que la perspectiva de género debería estudiar las relaciones sociales entre sexos, no únicamente desde el punto de vista de la mujer y de lo femenino, sino también del hombre y lo masculino. Que no lo digo yo, que lo dice la Puleo. Filósofa y feminista, oigan. A mí no me miren.

Si es así, yo a muerte con la ex-ministra. Me gusta esa definición y me gusta ese enfoque (ahora sí pueden mirarme a mí). El problema es que, últimamente, asistimos a la apropiación de términos y símbolos por parte de una facción del feminismo manifiestamente animasculinista, más que antimachista. Y en esta apropiación ha caído, entre otros, el término “perspectiva de género”, que se utiliza constantemente para hablar de la aplicación forzosa y excluyente del punto de vista de La Mujer. Así, con mayúsculas. Como sujeto político y social obligado a significarse en la esfera pública. ¿No suena a desechar la visión masculina, a mandarla al rincón de pensar en castigo por siglos de supremacía? ¿No suena a ánimo de revancha? ¿No suena a “aparta, papito, que ahora me toca a mí”?

Porque lo deseable, pienso, desde el planteamiento de un feminismo que busca una igualdad de derechos entre hombres y mujeres, respetando y considerando las diferencias y cualidades de cada uno, no sería precisamente el mismo perro con distinto collar. Eso es a lo que nos llevaría cambiar una visión exclusivamente masculina por una exclusivamente femenina. Se trataría más bien, desde mi punto de vista, de continuar con el proceso de evolución social que hemos vivido y que vivimos hasta conseguir una equidad de género real. Y esa equidad parece hoy imposible, o al menos lejana, sin dejar de alimentar a la bestia del feminismo histérico, apartando la idea de que estamos en guerra, que el hombre es el enemigo y que nos están matando, por ejemplo.

Porque no estamos en guerra y, de estarlo, hombres y mujeres nos encontraríamos en el mismo bando contra las desigualdades.

Porque el enemigo no es el hombre, lo sería, en todo caso, algún hombre y alguna mujer que discriminan y menosprecian a otros hombres y mujeres por el mero hecho de serlo.

Y porque no nos están matando. Ser mujer en un estado de derecho no es un riesgo. No lo es en España. Y mantener esa afirmación es una falta de vergüenza y de responsabilidad si tenemos en cuenta que hay países en los que sí es realmente peligroso ser mujer.

Lo malo es que en el camino nos estamos dejando a cachitos la libertad de expresión. Significarse ahora mismo como discrepante con este feminismo (que no con el feminismo, ojo, con este del que hablamos) es una especie de autoinmolación social. Llevar a cabo, o plantear siquiera, cualquier acto o idea que no sea catalogado como Lo Realmente Feminista por esa coalición de fuerzas beligerantes que enarbolan la bandera del Feminismo De Verdad, ya sea dibujar una mujer guapa o invitar a un evento a un profesional con pene en lugar de a una con vulva, se convierte en un acto casi subversivo.

Y en medio, entre los machistas de verdad y las Verdaderas Feministas, nos hemos quedado los hombres y mujeres que respetamos, valoramos y apreciamos nuestras particulares diferencias, características y virtudes. Los que sí creemos en una equidad de género que también las respeta y aprecia, en lugar de obviarlas, camuflarlas o evitarlas. Los que tratamos de contemplar los problemas (que los hay) y las desigualdades (que existen) desde todas las perspectivas, exigiendo medidas más eficaces y menos cosméticas para alcanzarla. Los que aspiramos a unir en lugar de separar.

Y ahí, seguimos. En medio. Como si hubiésemos vuelto al patio del colegio de nuestra infancia. Como si los abusones hubiesen formado los dos bandos del partido que ocupará el patio y nos hubiésemos quedado arrinconados contra las jardineras, apretando los puñitos y pensando muy fuerte “por favor, en la cara no” sin que nadie nos escuche.