Actualidad

La columna de Carla de la Lá

¿Y ustedes cómo quieren que sea su muerte?

La columna de Carla de Lá

Belle de Jour
Belle de Jourlarazon

La autora reflexiona de una manera divertida sobre los ritos de la muerte

Yo quiero morir a la americana, que me saluden mis amigos y deudos en una elegante sala donde se organizará una generosa recepción con ágape incluido. Desde un confortable, apetecible y gustoso ataúd con doble apertura, luciendo mi mejor vestido, labios rojos y ondas al agua disfrutaré de la última fiesta en compañía de mis seres queridos e incluso, dejaré que me besen las manos (de perfecta manicura) los curiosos.

La gente llegará triste, llorosa, pero no lo suficiente como para descuidar su indumentaria. Esos sufrimientos de pelo sucio y sudadera que le lloren a otra. Consumidas las horas de rigor, deseo que me conduzcan al cementerio con máxima solemnidad y que sepulten mi precioso cuerpo, ya sin temple, en el panteón de La lá.

Y es que amigos, quisiera comprarme un panteón, con su implacable y bello ángel custodio, velando mi sueño (y el de Butler, nada me gusta más que dormir con mi perrito) y dándome conversación por todos los siglos, “Océanos de tiempo”. Igual que algunos invierten en un apartamento en Torrevieja para disfrutar los veranos en familia, yo me compraría una eternidad en el más estético e íntimo recogimiento, con mi marido, mis padres, hermanos e hijos, según vayan llegando...¡lo vamos a pasar en grande! La vida es corta pero la muerte es muy larga para vivirla rodeada de aburridos.

Cuando me muera no quiero misas, ni avemarías pero principalmente cuando muera no quiero ir a un tanatorio. No sé por qué todos los tanatorios españoles tienen esa estética entre Bingo y lupanar, ese aire elegantioso, pintura color salmón, dorados y maderas torneadas abrillantadas con “Pronto”. Materiales “nobles”. El tanatorio con sus mármoles de carrara, sus cúpulas de aparejador que no acabó, anticipando un edén de cuarta provincial; ánforas que invitan a redimirse, en clave de paraíso en Torrelodones; productos y merchandising mortuorio, centros florales y urnas...

Los tanatorios convierten algo bello y poético como la muerte o la flor en algo prosaico y desesperanzador, obtuso.. Y esas cintas en las coronas con dedicatorias que son pegatinas de Dymo. Columnas salomónicas junto a percheros de latón y plástico, de esos percheros donde cuelgan sus anoraks los que van a morir sin haber vivido. No hay tanatorio que se precie sin una buena piedad en sus instalaciones ¿No les parece un negocio muy POP?

En estas fechas tan tétricas me acuerdo de los extraños días en casa de Tía Jesusa y de su entierro. “Todo lo que alcancen a ver vuestros ojos es mío” decía estirando sus globos oculares hacia el horizonte, pequeñita y narigona, como una castaña pocha. La Tía Jesusa (tía de mi padre) vivía en un pequeño pueblo de Salamanca, en una casa enorme y tenebrosa con cuatro pisos de piedra y una impecable tarima que crujía cuando quería. Bajo aquellos maderos debía de haber escondidos millones de pesetas porque Jesusa era tan rica como austera y enemiga de los bancos, como toda buena castellana de principios del XX.

Tenía un marido muy alto, rosáceo y mofletudo llamado Miguel; al Tío Miguel, en la Guerra Civil, le habían pegado un tiro en todo el culo y él nos mostraba la cicatriz con una fascinación contagiosa, al menos a los niños. Adusta y rigurosa como nadie_había perdido varios hijos_ Jesusa vestía de negro y sujetaba sus largos cabellos grises en un moño elaboradísimo que recogía a las 6 de la mañana o puede que nunca durmiera...

Me contaba que la más guapa de sus hijas se acostó una noche cantando: “Que se mueran los feos” para ya nunca despertar...Cuando nos veía a mí o a mi hermana Natalia con algún libro o tarea entre las manos afirmaba, más ceñuda que un bolígrafo: “Las niñas y los niños sólo tienen que saber dos cosas: chorizo y jamón”. También decía que las toallas, si no rascaban, no secaban y muchas cosas de esas que dicen las viejas que protegen su modelo de vida del infortunio de la modernidad, y no le faltaba razón.

Jesusa murió un invierno apocalíptico, de esos de nieve, lluvia y oscuridad pavorosas, presagiadoras de algo terrible, mucho más terrible que la muerte misma. Tras la misa de rigor, condujeron su cuerpo al cementerio, caminando en procesión, todos de negro, con tiritonas, a través del temporal. Mi padre siempre cuenta, que el ataúd era demasiado grande o ella demasiado pequeña y que por eso al bajarlo con cuerdas para acomodarlo en la profunda tumba, el féretro se inclinaba a uno y otro lado por el peso de Tía Jesusa que...¡¡¡zas!!!, resbalaba y chocaba sonoramente contra el extremo sur; cuando la equilibraban y ¡¡¡¡Pllllaaaaas!!!, volvía a oírse a la pobre Jesusa darse un capirotazo en la punta inversa del cajón de pino. Mamá cuenta que todos se reían entre dientes.