Naturaleza
Así es el islote con más magia de Galicia: arenas blancas, megalitos y un azul propio del Caribe
Situado en el corazón de la ría de Arousa, este pedacito de tierra esconde playas cristalinas que custodian antiguos dólmenes bajo la duna
En medio de la ría de Arousa, como un espejo en calma, emerge el islote de Areoso. Apenas 9 hectáreas de arena blanca, tan fina como el azúcar, moldeadas por el viento y el agua. Desde lejos parece un rincón del Caribe encajado entre Galicia y el Atlántico. De cerca, es mucho más: un refugio natural, un santuario arqueológico y un lugar donde la historia y la naturaleza se entrelazan con delicadeza y urgencia.
La mitad norte del islote es una duna móvil, moldeada a diario por las mareas. En el sur, afloran rocas graníticas cubiertas de vegetación costera y nidos de aves. El chorlitejo patinegro -pequeño, nervioso, casi invisible sobre la arena- encuentra aquí uno de sus últimos refugios. También lo hace el alhelí de mar, una planta endémica de Galicia que se aferra al salitre y al silencio. Bajo el agua, se extienden praderas de zostera, arrecifes con vida microscópica y bancos marisqueros que dan sustento a las gentes de A Illa.
Pero el verdadero secreto de Areoso está bajo la arena. Literalmente. Hace más de 4.000 años, cuando el nivel del mar era mucho más bajo, este lugar era tierra firme. Y sobre ella, pueblos neolíticos erigieron monumentos funerarios: túmulos, dólmenes, cistas.
Al menos cinco de ellos están documentados, aunque cada temporal revela alguno más. El islote fue un cementerio prehistórico, un lugar sagrado rodeado entonces por bosques y tierras cultivables. Hoy, el mar ha transformado ese camposanto en isla, y sus tumbas afloran al paso de las olas, vulnerables y expuestas.
Demasiados visitantes
Durante siglos, Areoso fue un lugar discreto, conocido solo por mariscadores, arqueólogos y algún navegante curioso. Pero en la última década, las imágenes de sus aguas cristalinas se viralizaron en redes sociales, y el islote se convirtió en destino de moda. Excursiones en lancha, visitas en kayak, pícnics en sus dunas… En pleno verano, llegó a haber más de 500 personas al día sobre su frágil superficie.
Y con esa presión llegaron los problemas: vegetación pisoteada, restos de basura, nidos destruidos, piedras funerarias utilizadas como bancos improvisados. Incluso uno de los dólmenes fue literalmente engullido por el mar.
Ante el riesgo de perder este patrimonio único, la Xunta impuso un sistema de control: ahora solo 150 personas pueden desembarcar cada día, con turnos y reserva previa. Además, se delimitan las zonas sensibles y se vigila la zona para evitar accesos clandestinos.
Pero el mayor enemigo de Areoso no es el turista, sino el tiempo. O mejor dicho, el mar. La isla pierde metros de arena cada año. Las corrientes, alteradas en parte por obras humanas como el puente a A Illa, arrastran los sedimentos hacia el este sin retorno. La duna retrocede, las raíces se desentierran, los túmulos se desmoronan. Algunas voces proponen recuperar la playa con aportes de arena. Otras defienden dejar que la isla siga su ciclo natural, pero con el menor impacto posible.
Entre el fulgor de la arena y la melancolía del declive, Areoso nos recuerda algo esencial: la belleza también es frágil. Cada puesta de sol sobre la ría arranca reflejos dorados a sus dunas.
Quizá un día sólo queden sus coordenadas en las cartas náuticas y sus secretos enterrados bajo el mar. Pero mientras tanto, conviene seguir escuchando su historia y respetando sus límites. Un relato que se cuenta en voz muy baja, como suele suceder en todos los lugares sagrados.