Etiopía
La prueba de Argelia
Un dictador es un tirano y normalmente un excéntrico. Es en la crueldad y en la codicia, pero también en los detalles de su idolatría de tocador, donde obtenemos la más cierta de sus fotografías de carné. Sea Ben Alí, Mubarak o Hallie Sellasie, el emperador de Etiopía, derrochador y megalómano, y además, por ejemplo, empleador de un pobre que le llevó durante 25 años una colección de coloridos cojines con los que disimular que le colgaban los pies desde según qué trono porque era muy bajito. A nadie se le permiten estos excesos si no ofrece una contraprestación suficiente. Es decir, si no cuenta con el visto bueno del mundo libre. Galdós decía: «La verdad es que todas la caídas repentinas, como las elevaciones de la misma clase, tienen un manubrio interior, manejado por manos más expertas que las del vulgo». Estamos contando una revolución programada, país a país, puntual como si siguiera los turnos de una factoría de automóviles. Puestos a exagerar, es la propia revolución la que parece elegir las fechas después de haber consultado el parte meteorológico: «Cerciorémosnos de que hace buen tiempo cuando salgamos a gritar libertad». Primero Túnez, hace diez minutos, Egipto y ahora Argelia. Por hablar de la repugnante realpolitik, las cancelaciones turísticas de Egipto y Túñez han disparado las reservas para España; con esta precisión revolucionaria de reloj de cuco, cuando se tambalee Argelia, a ver si Trinidad Jiménez habla de derechos humanos y libertades o se acuerda de que necesitamos su gas casi para respirar.
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