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La Razón
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Celebro las vacaciones de los parlamentarios. No están nada mal. En Navidad, treinta días. En Semana Santa, diez jornadas de asueto. En verano, prácticamente dos meses para reencontrarse a sí mismos. Para no huir de la justicia y el equilibrio, es conveniente reconocer que hay dos clases de diputados y senadores. Los que trabajan y los del montón. A mí, personalmente, si me dieran la oportunidad, me gustaría pertenecer a la segunda especie. El parlamentario del montón es un señor o una señora que votan. Pulsan el botón y descansan.

Aplauden a su líder cuando éste interviene en la tribuna de oradores y ululan, barritan o gesticulan cuando el adversario dice cosas que no les satisfacen. Además, que muy pocos de ellos son parlamentarios. En España se ha perdido el donaire de la palabra fluida, y es complicado encontrar a oradores solventes. No se habla, no se parlamenta, se lee. Y lo más ridículo. Una buena parte de lo que el parlamentario lee en la tribuna de oradores es materia conocida por el resto de la cámara. Envidio el sistema y reglamento del Parlamento británico, en el que los papeles son meros apuntes y no discursos. Como sucedía en el Parlamento español. A la tribuna se ascendía con el solo apoyo de la palabra.

De cualquier manera, no se puede considerar el trabajo de un parlamentario un cotidiano esfuerzo agotador. «Los diputados no hacían nada de nada, pero lo hacían muy bien», dijo alguien que no era Churchill. Cuando tengo que recurrir a una cita ingeniosa siempre se la atribuyo al gran político inglés, que me debe muchos aciertos dialécticos. En España, el más recurrente es Gracián. Nadie pone en duda a Gracián, y todo se le perdona. «Son tontos todos los que lo parecen y más de la mitad de los que no lo parecen». Esta sentencia, atribuida a Gracián, levantaría ampollas fundamentalistas de ser asignada a otro talento. Churchill fulminó a la pesada de Lady Asthor en sus enfrentamientos parlamentarios, pero nadie se atreve con él después de muerto. Sigue ganando todas las batallas dialécticas. Leo ahora los discursos parlamentarios de Silvela, de Madrigal, de Cánovas, de Castelar, y más modernos, de Gil Robles o Indalecio Prieto, y constato la decadencia de nuestro ingenio parlamentario. Porque Azaña era aburrido, y Calvo Sotelo excesivamente grandilocuente. «Para decir que ha subido el precio de los limones y las patatas, no se ponga tan trascendente, señoría», le dijo Cánovas a Sagasta. «Usted siempre con su gracejo andaluz», le respondió Sagasta. «Pues saque usted su gracia de Logroño, a ver qué tal», remachó el malagueño.

En el Parlamento actual no tiene cabida el sentido del humor, entre otras razones porque la improvisación está casi prohibida. Cuando en 1982 fue elegido presidente del Congreso Gregorio Peces Barba, la tristeza invadió el recinto y todavía no se ha recuperado, y eso que Landelino Lavilla no era la alegría de la huerta. Pero era un Congreso de los Diputados más vivo e ilusionado que el de ahora. Y estaba la «Taberna del Cojo», el bar motejado así en memoria del conde de Romanones, y lo primero que hizo Peces Barba fue clausurarla en detrimento del parlamentarismo paralelo, porque allí se hablaba mejor que en el hemiciclo. Lo decía el inolvidable Antonio de Senillosa. «En el atril, en lugar de agua habría que poner whisky».
En fin, que no nos queda otro remedio que desear a los parlamentarios que descansen de su descanso. Y que sean felices.