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El pesimismo europeo por Joaquín Marco
Tal vez buena parte de la población que habita en esta piel de toro (como la calificara Salvador Espriu en un libro que convendría releer de vez en cuando para reencontranos) no es todavía consciente de que somos ya sin lugar a duda europeos. Pasó aquel tiempo en el que se aseguraba que África comenzaba en los Pirineos. Tal vez convenga, incluso, dudar de dónde acaba o comienza un continente y si las fronteras son tan sólo mentales o lingüísticas o, tal vez, económicas. Defendemos la teoría de la igualdad de los humanos y existe en una «Carta de Derechos» que jamás se respetó. Porque siguen sin ser equivalentes franceses y rusos; libios y sirios; coreanos o quienes pueblan el subcontinente que llamamos la India. Ni la raza, ya desterrada en teoría, ha logrado equiparar al actual presidente de los EEUU a un negro ugandés. Somos europeos, pero la Unión, de la que somos socios, nos obliga a digerir un 5,3% de déficit, por lo que tampoco todos los miembros del club son iguales. No me imagino a Luis de Guindos apretando el cuello de Jean-Claude Juncker en público y ante fotógrafos, sin que dudemos de la cordialidad del ministro luxemburgués. El proyecto de una civilización europea común de indudable raíz cristiana, dividido en países –a modo de estados federados– con opciones políticas y económicas menos diversas, se aleja algo más.
Leyendo a algunos pensadores del pasado siglo preocupados por el humanismo (¿dónde encontrar figuras equivalentes?) podemos darnos cuenta de hasta qué punto el pensamiento y las sociedades europeas han resultado imprevisibles pero, con el paso de los años, presumibles. Anduve estos días manejando un libro que llegó de las manos de José Luis López Aranguren, su prologuista, integrado por conferencias de René Grousset, Kart Barth, R.P. Maydieu, Paul Masson-Oursel, Maxime Leroy, Henry Lefèbvre, J.B.S. Haldane, John Middleton-Murray y Karl Jarpers y que publicó la extinta editorial Guadarrama en Madrid, en 1957. Algunos nombres de la lista que transcribo les sonarán a algunos lectores y, tal vez, alguien habrá oído algo de o sobre ellos. El tema de debate –se reproducen las discusiones– era el análisis del nuevo humanismo. Bajo él subyacían, sin embargo, ideas en contraste: el existencialismo, el marxismo, el cristianismo, Occidente, la religión y el futuro humano. Los temas fundamentales se han reorientado y el mundo globalizado actual queda ya lejos de temas que reflejan otras formas de vida. El centro intelectual era todavía París y Lefèbvre, un marxista crítico, advertía: «Pienso en Francia, donde el grado de quiebra de la burguesía y el de descomposición del capitalismo/…/ si vierais como yo la cantidad de gentes que tienen mala conciencia en este momento quedaríais asombrados. Toda la burguesía francesa tiene mala conciencia porque sabe que está plena de corrupción, porque sabe que está al borde de la quiebra económica, política, estética; porque sabe que miente todos los días; porque sabe que no se sostiene sino por la mentira». No existen, como puede comprobarse, los buenos profetas. Ha pasado más de medio siglo y casi nadie alude al marxismo y el concepto mismo de burguesía se ha transformado. El actual Estado del Bienestar, aunque en crisis poco tiene que ver con aquella sociedad, objeto del análisis. El capitalismo, como sistema que alguien propuso reformar, sobrevive rampante. Pero, en efecto, hay corrupción y retrocedemos.
Algunas de aquellas apreciaciones pueden escucharse todavía con no menos vehemencia. Nuestro «ser» europeo ha sido dominado por las presiones económicas.
La Unión está dominada por una renacida y reunificada Alemania, aunque Francia le preste aún aliento seudointelectual. Nadie, sin embargo, parece enfermar ahora de «mala conciencia» ni individual ni colectivamente. Aquel deseo de mantener, por parte de algunos, la base greco-latina del humanismo que se entendía como clásico y perdurable se ha debilitado. Apenas si surge alguna queja aislada. Pero el problema de qué es y en qué ha de convertirse el ser humano en constante evolución sigue estando en el candelero. No hay razones de peso para ser pesimistas: los «Derechos del Hombre» no se respetan, pero en el Continente y en las Islas Británicas se han alcanzado metas de convivencia multicultural y se ha liberado, en parte, a la mujer. Se ha desterrado, asimismo, el clima bélico en el seno de la Unión. Cierto que esta crisis debilita valores y parece arrastrarnos por el túnel del tiempo hacia etapas anteriores. La corrupción pasó a pelotazo y no provoca angustias. Tampoco política y economía constituyen las únicas perspectivas del ser humano. Tal vez el consumismo, el individualismo exagerado o la insolidaridad se alimentan de las largas crisis. Siempre hay en el horizonte la esperanza de otro «nuevo humanismo» y una manera de participar en nuestra naturaleza, aunque nunca lleguemos al «hombre total», al que Etienne Gilson calificó curiosamente de «Homo Strasburgensis». El pesimismo de ahora sólo cabe compartirlo en la confianza de que cambiaremos y volveremos a cambiar. Nuestros hijos tal vez logren vivir de forma más armoniosa y no sé si más satisfactoria.
Joaquín Marco
Escritor
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