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El cabo del miedo: Alves el titirimundi

El nuevo Di Stéfano. Lo que ningún ser humano podrá discutir es que tiene ese don de la ubicuidad que se le atribuyó en su momento a la Saeta Rubia. Puro teatro. Es un jugador magnífico, pero, antes, es un provocador, tramposo e irrespetuoso, el polo opuesto de los valores que se suponen al deporte.

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El nuevo Di Stéfano
Lo que ningún ser humano podrá discutir es que tiene ese don de la ubicuidad que se le atribuyó en su momento a la Saeta Rubia.

De Alfredo di Stéfano cuentan quienes lo vieron jugar que se desenvolvía en cualquier sector del campo. Yo no lo niego, pero no he tenido oportunidad de comprobarlo. Lo que ningún ser humano, con al menos una córnea funcionando, podrá discutir es que Daniel Alves sí tiene ese don de la ubicuidad que se le atribuyó en su momento a la Saeta Rubia. El «crack» brasileño es el mejor defensa, el mejor constructor de juego y el mejor extremo de su equipo, además de poseer un espíritu ganador contagioso y de tener la virtud de no lesionarse nunca ni el deseo de participar en las rotaciones. «Ya descansaré cuando esté muerto», dijo durante su etapa en el Sevilla. Se dice que Guardiola resucitó al Barça sin ningún fichaje de relumbrón. Mentira: nada más firmar, pagó 35 millones por el mejor jugador del mundo, por el hombre que acababa de ganar cinco títulos en quince meses con un equipo que no levantaba un trofeo desde la década de los cuarenta. Antes de la final de Wembley, Alves presenta unas credenciales insuperables: los últimos cinco años ha «campeonado» en trece ocasiones. Para criticar a este pedazo de futbolista hay que recurrir a circunstancias anecdóticas como sus estrafalarios cortes de pelo, su cara difícil de ver o su tendencia a exagerar los golpes, una costumbre tan fea como extendida. España es un país de tramposos. De periodistas tramposos, quiero decir, que tildan de pillo al Agüero que marca con la mano, de pícaro al Raúl que simula un penalti y de rata inmunda a quien, sin ser de su cuerda, infringe las vaporosas normas no escritas del «fair play».

Puro teatro
Es un jugador magnífico, pero, antes, es un provocador, tramposo e irrespetuoso, el polo opuesto de los valores que se suponen al deporte.

Al escribir en contra de Dani Alves, una piensa en el pobre al que le toque hablar a favor. Y es fácil hablar a favor, no me malinterpreten. Alves es un jugador extraordinario, incansable, el amo de su banda. Defensor, atacante, lanzador de faltas, es muchas veces el recurso desatascador de este Barça extraordinario que, ya visto mil veces, ha dejado pistas valiosísimas a los entrenadores rivales. Alves será recordado como un jugador clave en este Barcelona de leyenda, pero su imagen para la posteridad quedará manchada de barro y mentiras. Alves es un jugador magnífico, pero, antes, es un provocador, tramposo e irrespetuoso, el polo opuesto a esos valores que se le presumen al deporte y que desde hace años no se ven en el fútbol. Al pensar en Alves, antes que un estilete apurando la banda, vemos un tipo exagerando teatralmente un contacto leve, poniendo cara de gárgola gótica, anunciando una muerte próxima y dolorosa. Cuando Alves ve que el rival recibió una tarjeta, se obra el milagro y Alves recupera la salud, la energía y esa facilidad suya para hacer kilómetros a paso ligero cuando los contrarios están medio muertos. Y lo peor de todo es que Alves empezó siendo la nota discordante entre ese grupo de buenos tipos –Puyol, Xavi e Iniesta– que dan sentido al Barça y ahora su ejemplo ha cundido entre los suyos (con Busquets a la cabeza) y entre los rivales (con Di María de alumno aventajado). Por el bien de todos, que alguien ponga a Alves a entrenar en un equipo de rugby una vez por semana, para que aprenda valores y lo que vale un peine.