España

Takeshi Miike: bravo samurái

Una pena: Italia pasó ayer por Venecia sin pena ni gloria con la adaptación del «best-seller» «La soledad de los números primos». Mejor suerte tuvo Miike con «13 asesinos», una historia «casi» clásica de samuráis

Hellman, que presentó en Venecia su nueva y decepcionante película, «Road to Nowhere», es autor asimismo de «Carretera asfaltada en dos direcciones», un título de culto
Hellman, que presentó en Venecia su nueva y decepcionante película, «Road to Nowhere», es autor asimismo de «Carretera asfaltada en dos direcciones», un título de cultolarazon

Los números primos se sienten más solos que la una, siempre están separados por culpa de los otros, los que se dejan dividir, los que se sienten «normales», los que no agachan la cabeza cuando se les invita a una fiesta. Qué raros son los números primos, qué raras son las partículas cuánticas, que raritos son los personajes de esta película, adaptación del «best-seller» de Paolo Giordano, que ha vendido más de un millón de ejemplares en Italia y que va por la octava edición en España. El dos es el único número primo que es par, el dos es también indivisible. El dos que le interesa a Saverio Constanzo: una pareja unida por el lado oscuro del alma, como siameses que atraviesan una feroz depresión. Así son Alice y Mattia, números primos gemelos que siempre están separados por un solo número par, que puede estar representado por una madre que otorga a su hijo responsabilidades que no le pertocan, por una amiga celosa o por un padre en exceso dominante. Pero, por muy lejos que estén, por muy poco que puedan tocarse, Alice y Mattia saben de su existencia porque su tragedia es la de la soledad: la del número que no tiene colegas con los que salir, tan abandonado entre los sociables números naturales.

Según el matemático Don Zagier, los números primos están encarcelados en una paradoja: por un lado crecen como mala hierba entre los números naturales, y, por otro, su comportamiento está sometido a unas leyes que siguen a rajatabla. Son libres y oprimidos. Son anárquicos y rígidos. Uno diría que Paolo Giordano construyó sus personajes con un libro de matemáticas en la mano, dado que Alice y Mattia encarnan esa paradoja, en la que convive el estado salvaje, irracional, y la disciplina pétrea, fiel a sus angustias. Durante la película, que se presentó ayer en la Mostra, es difícil no preguntarse por qué estos números primos no invierten un poco de su precioso tiempo yendo al psicólogo, terapia que quizá nos habría ahorrado dos horas de errancias y lamentos silenciosos que el director, Saverio Constanzo, no logra humanizar en ningún momento.


Inquietante atmósfera
Es significativo que Constanzo utilice música de un «giallo» (de «El pájaro de las plumas de cristal», de Dario Argento) como banda sonora de parte del metraje. La atmósfera inquietante y opresiva del cine de terror pesa sobre los hombros de esta historia de «angst» adolescente y familias marcadas por la tragedia. Es una pena que Constanzo no se líe la manta a la cabeza y lleve ese tono al extremo, manteniendo una lánguida distancia respecto a sus personajes, que pasean su indolente drama por el encuadre como insectos mareados por una ducha de DDT. Constanzo afirma que le interesaba explicar la historia a través de los cuerpos de los actores («el cuerpo es el único elemento político-ideológico en el mundo actual y la destrucción del cuerpo de uno es una pequeña revolución que cada individuo expresa a un nivel personal»), dado que tanto Alice como Mattia se relacionan con el cuerpo de una manera muy singular: ella es coja y tropieza constantemente, él se automutila. Alba Rohrwacher hace lo que puede con su personaje, le procura una conmovedora torpeza, pero Luca Marinelli convierte a Mattia en una versión juvenil de Nosferatu.

Otro de los errores de esta fallida adaptación es haber alterado la cronología lineal de la novela. El orden de los factores sí altera el producto: no es lo mismo explicar el trauma de los protagonistas al principio del relato que en su epicentro. Giordano aprovecha la discontinuidad de la estructura narrativa para buscar forzadas rimas entre las distintas épocas en las que se desarrolla la historia, convirtiendo la causa primera de la ansiedad y el aislamiento de Alice y Mattia en uno de las cumbres dramáticas del filme. Craso error, porque «La soledad de los números primos» alcanza su orgasmo en una sinfonía de fragmentos que riman en la forma pero no en la emoción. Así las cosas, Constanzo ha suspendido en aritmética: es tan iluso que piensa que, en cine, dos más dos son cuatro.

Para Miike tan sencilla ecuación nunca acaba de resolverse del todo. Si fuera matemático, sería de los que dejarían la demostración de un teorema a medio acabar, impaciente por empezar el siguiente. No hay más que verlo: tiene el aspecto de un profesor chiflado que ha abandonado el laboratorio dejando un experimento a medias. Sorprende, pues, que en «13 asesinos» haya templado el carácter, facturando una película de samuráis casi al modo clásico. Decimos «casi», porque algunos detalles macabros –la aparición de una mujer sin lengua y extremidades, tan propia del autor de «Audition»– y un clímax que dura 45 minutos alejan moderadamente a su propuesta del «jidaigeki» tradicional.

«Remake» de la película del mismo título dirigida por Kudo Eichii en 1963, ofrece un feroz retrato de la era «tokugawa», en la que un señor feudal, que se cree inmune a la justicia, es neutralizado por trece samuráis reclutados al estilo de «Doce del patíbulo». La primera parte es confusa para los no iniciados en historia japonesa: la compleja relación entre los diferentes clanes existentes antes de la era Meiji impide que entendamos lo que está ocurriendo exactamente. Sólo los actos sanguinarios del señor Naritsugu consiguen calmarnos el vértigo. Eso sí, hay algo de la fascinación de este personaje por la tortura, el dolor y la muerte que lo convierten en antepasado directo de la protagonista de la película «Audition», sin lugar a dudas la obra maestra de Takeshi Miike.


La carne en el asador
El tono es más pausado y sereno de lo acostumbrado en el cine del autor de «Visitor Q», que demuestra que su capacidad de adaptación al medio ha superado la prueba del algodón. Retomando la tradición del cine de samuráis que Kurosawa abandonó a su suerte en «Yojimbo», y añadiéndole unos cuantos litros de sangre digital a sus embestidas, Takeshi Miike consigue que «13 asesinos» parezca clásica y contemporánea a la vez.

Superados sus baches argumentales y simplificada la trama a una batalla a golpe de sable entre buenos y malos, la película llega a su alargadísimo clímax, un «tour de force» donde el código de honor de los samuráis se basta y sobra para bloquear el paso al ejército del señor Naritsugu. Miike pone toda la carne en el asador y orquesta una rabiosa coreografía que está a la altura de las secuencias más violentas de «Ichi the Killer» y «Dead or Alive». El resultado es tan eficaz como agotador: parece que Miike sería capaz, como los samuráis, de morir para defender su causa.



- Monte Hellman, el pinchazo de un director mítico
El título de la última película del mítico Monte Hellman, «Road to Nowhere», establece un vínculo natural e inmediato con su más célebre obra de culto, «Carretera asfaltada en dos direcciones». Es un guiño para fans cómplices, porque no se trata de una «road movie», sino de un ejemplo singular del subgénero del «cine dentro del cine». Educado en las filas de la factoría Corman, a sus 78 años de edad, Hellman viste con orgullo el disfraz de autor maldito, que ha sobrevivido a duras penas en las galeras del cine de serie B.
«Road to Nowhere» pretende demostrar, a su manera torpe y confusa, que la famosa declaración de principios de Jacques Rivette –«toda película es un documental de su propio rodaje»– es completamente cierta. Que el cine se deja contaminar por la vida, que el cine es la vida duplicada. Bien en la teoría, mal en la práctica: Monte Hellman no quiere que entendamos la película de la que documenta el rodaje –que cuenta el misterio que respira detrás de la relación entre un político y su amante–, pero salpica su relato de pistas falsas que entorpecen el disfrute de su enigma.
Por otra parte, la mayoría de diálogos resultan artificiosos, y las tres referencias que Monte Hellman cita explícitamente durante el metraje –una de ellas, es «El espíritu de la colmena»– demuestran las pretensiones «artys» de un filme que, en efecto, no va a ninguna parte. O sí: directo a las estanterías polvorientas de un videoclub.