Cataluña

Talibanes en la generalitat (II) por José Clemente

La Razón
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La década de los noventa de la pasada centuria será recordada y, posiblemente ya sea estudiada en los colegios de Cataluña, como el periodo en el que los nacionalistas catalanes lograron consolidar un modelo autonómico diferente al que se previó con el «café para todos» y en el que dieron el salto programático al vacío para lograr la segregación de Cataluña del resto de España. Un tiempo, una etapa, que será evocada por ese anhelado viaje a Ítaca que les puso en mar abierto y sin peligros para alcanzar el sueño de la tierra prometida, sin reparar siquiera en que Ítaca no es el destino como muchos nacionalistas creen, sino la vida, el modo, la experiencia, todo aquello que se carga en la mochila personal e intransferible de cada uno de nosotros hasta el momento justo del último viaje, el que al partir la nave que nunca ha de tornar, estemos listos y en paz para ello, como nos ilustra Machado. Permítaseme esta reflexión a modo de capitular de entrada, porque todo sueño que se precie, y el de la independencia de Cataluña lo es, reclama de una reflexión filosófica anticipada como en la que nos adentramos en las líneas que siguen. Pues bien, como ya decía en la primera entrega de «Talibanes en la Generalitat», las tres primeras legislaturas de cómodos gobiernos nacionalistas liderados por Jordi Pujol podrían ser consideradas hoy con la perspectiva que da el tiempo pasado, como las de «la siembra», una docena de años en la que CiU sopesó todas aquellas posibilidades que pudieran llevar a la materialización del brindis que Pujol realizó el día de su boda con Marta Ferrusola: «Lo primero es Cataluña, y eso me llevará en muchos momentos y ocasiones a ponerla por delante».
Esa máxima de Jordi Pujol ha sido transversal en su propia vida y en la de la coalición de partidos que lideró durante los 23 años en los que permaneció al frente de la Generalitat y en los que se fraguó la actual propuesta segregacionista. Un larga travesía que vino después de «la siembra» y que de nuevo Pujol bautizó como la del «treball». Pero mucho antes que las mieles de la gobernación tranquila llegaran el líder nacionalista se vio obligado a saborear el amargo de las hieles políticas con episodios como el 23-F, el fallecimiento de varios de sus íntimos amigos, algún que otro lío de faldas que le atribuyeron con una de sus secretarias mientras concluían las reformas de su casa, los sucesivos escándalos de corrupción política y, muy especialmente, el «caso Banca Catalana», auspiciado por el PSOE de Felipe González con la ayuda del tío de Trinidad Jiménez, que a punto estuvo de llevar de nuevo a Pujol a la cárcel, aunque en esta ocasión no fuera por motivos políticos. El dirigente de CiU vio entonces como se apagaba su llama elección tras elección, y, entonces, surgió el «pospujolismo», que visto desde la atalaya del tiempo y releyendo las memorias del dirigente catalán, no era otra cosa que el «pujolismo» sin Jordi Pujol. En una reciente entrevista televisiva en la que se presentó el tercer tomo de las memorias del líder catalán y en la que coincidió con Miquel Roca, Pujol aseguró que su sucesor natural era el entonces secretario general de CDC, es decir, Roca, que se mantuvo en tal cargo hasta fracasar en sus aspiraciones a la alcaldía de Barcelona en 1995, fecha en la decidió reorientar su vida abandonando la política y concentrándose en su nuevo despacho profesional de abogados.
 Aunque lo dijera Pujol y Roca asintiera, la verdad apunta hacia otros derroteros en el devenir de CDC. Para entonces ya destacaba un joven Artur Mas, un concejal de CiU en el Ayuntamiento de Barcelona cuyo mérito principal había sido sacarle los colores al mismísimo Maragall por unas subvenciones concedidas desde el Ayuntamiento socialista a su propia su esposa, Diana Garrigosa, y a la también esposa del líder socialista, Raimon Obiols. Aquello debió gustarle mucho a Pujol, pues hasta ese momento nadie había tenido el coraje suficiente para afearle la conducta a quien ya era alcalde olímpico y uno de sus posibles rivales en la Generalitat, cargo al que finalmente accedió en 2003 con el apoyo del «tripartit». El indisimulado odio entre los Maragall y los Pujol se hacia cada vez más visible y fue en ese momento cuando comenzó la vertiginosa escalada de Mas dentro de CDC y también en la coalición nacionalista. Y Mas se dejó querer, aunque para alcanzar su meta debía antes arrinconar a la única persona en CiU capaz de disputarle el puesto, y ese no era otro que Duran Lleida, para entonces virtual número dos de la coalición tras la retirada de Roca a su despacho de abogados. Pujol sabía que González perdería las elecciones de 1996 y, ante la incertidumbre futura, decidió postergar su renuncia hasta consolidar aún más a su posible sucesor para evitar lo que los americanos llaman el efecto «lame duck» (pato cojo). Y, efectivamente, González salió derrotado en las generales por un joven Aznar que lanzó su primera señal a los nacionalistas al no obtener mayoría absoluta: «En la intimidad yo también hablo catalán».
Vino entonces la segunda parte del apoyo de CiU a la gobernación de España después de haberlo hecho entre 1993-96 con Felipe González. Y llegaron los conocidos «Pactos del Majestic», donde Duran Lleida lograba consolidar aún más todavía su perfil de sucesor. Pero los jóvenes cachorros de CDC, conocidos todos ellos como «los talibanes» (Artur Mas, Oriol Pujol, Felip Puig, Xavier Trias, Francesc Homs, Josep Rull, Germà Gordo, Heribert Padrol, Josep Tous, David Madí y Marc Puig, entre muchos otros), se pusieron manos a la obra para socavar los cimientos de Duran Lleida, aunque en ello saliera tocada la «U» de CiU. Así, comenzaron a circular los rumores sobre ciertas irregularidades de altos dirigentes de UDC en lo que después serían los «caso Treball», «el caso Turisme» y «caso Pallerols», rumores aireados desde CDC con «lio de faldas» de por medio que acabaron siendo carne de investigación de la Fiscalía y que puso a la coalición nacionalista al borde de la ruptura. Esto es de dominio público ahora, aunque en su momento llegaran incluso a «espiarse» entre ambos partidos con el propósito de frenar las habladurías. Duran no salió bien parado de este rifirrafe con sus compañeros de coalición, lo que hizo que los talibanes recuperaran parte del terreno perdido con los pactos para gobernar España.
La mayoría de Aznar en las elecciones del 2000 no fue buena para los democristianos de UDC, pues quedaron apeados de la carrera sucesoria ante el procesamiento de alguno de sus consejeros y el cada vez más creciente interés de Pujol (junior) por la alta política. Artur Mas ya había sido recompensado con su nombramiento de «conseller en cap» (primer consejero) en el 2002, y como candidato de CiU a la presidencia de la Generalitat el año siguiente. Pero Mas perdió las elecciones ante un veterano y radiante Pasqual Maragall, que se apoyó en el «tripartit» para formar gobierno, ensanchando así la soledad política de CiU mientras que los atentados de Madrid el 11 de marzo de 2004 harían el resto con el PP. De la noche a la mañana todo cambió, aunque Pujol ya había dejado bien colocados a los jóvenes talibanes. El resto era cuestión de tiempo, de esperar a la coyuntura estratégica más adecuada, que llegó por donde siempre llega a la izquierda: la corrupción. El «tripartit» dejó un agujero en las arcas públicas de 56.000 millones de euros y de nuevo las puertas de la Generalitat se abrieron para CiU. El sueño tan largamente esperado por los talibanes se hacía realidad, y Mas era investido con ese tratamiento de lujo que comporta ser el «Molt Honorable President de la Generalitat».