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La Razón
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Cuando el estandarte de la tolerancia se convierte en dedo inquisidor es que algo huele a podrido. Y no hay que irse a Dinamarca a olfatear, es suficiente con quedarse en Chueca, en Madrid, en la organización del desfile del Orgullo Gay. En un acto de hipocresía, discriminación e ignorancia, disfrazado de activismo barato, el presidente de la federación de homosexuales españoles ha vetado la asistencia de gays israelíes por la acción del Gobierno de Israel contra la flotilla de la libertad. Los homosexuales más veteranos, poseedores de una certera coherencia, repiten lo mismo que decían nuestros abuelos cuando veían que las cosas se torcían por la tontería de unos pocos: «¿Y para esto hemos hecho una guerra?». Ahora resulta que los que durante años han luchado contra los prejuicios sociales caen en la trampa y actúan de inquisidores. Y no movidos por su homosexualidad, arma que algunos no se cansan de utilizar a la hora de reivindicar, sin reparar en una victimización ya trasnochada, sino en una ideología política que deberían mostrar en las urnas y no subidos en una carroza festiva. A este valiente, que no ha vetado a los gays norteamericanos porque agentes estadounidenses matasen ayer a un niño mexicano, me gustaría verle –es un decir– reivindicando sus tendencias, también las sexuales, en la Gaza gobernada por Hamas donde, como en la mayoría de territorios árabes en los que desfile gay es sinónimo de paseo fúnebre, los homosexuales son colgados de grúas, con las manos atadas a la espalda y una capucha cubriéndoles la cabeza, o lapidados hasta morir. Afortunadamente el grueso del colectivo huye de personalismos integristas y convertirá el desfile en el habitual acto de convivencia tolerante.