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Llevo yo una temporada con la impresión de que está la cosa como más seriota, como menos alegre y, de paso, como menos flexible. Y eso que estamos en Carnaval y se agotan los disfraces de capitán de barco porque todo el mundo quiere ir vestido de comodoro del «Costa Concordia». Todos salvo los calvos, claro está, que así vestidos se parecen más al Capitán Stubing, conocido tanto por estar al mando del Princesa del Pacífico como por llevar unas pajaritas monumentales en la cena de gala. Así que hoy me ha dado por pensar cómo sería recibido en esta época con la marcha atrás puesta un tipo con el pelo cortado a conos verdes, cutis de malo de película de tiros y movimiento serpentino de caderas, y he llegado a la conclusión de que mal. Y ese tipo resulta que es el que hizo riffs de guitarra que ilustraron nuestros veranos azules juveniles, hace ya más años que las botas de fútbol negras, y entonces no nos parecían raros ni sus pelos ni su cutis ni sus caderas. Ayer se murió Enrique Sierra, un tipo distinto y con talento que a pesar de estar adelantado a su tiempo vio cómo lo que le pedía el cuerpo hacer era entendido por la mayoría, boquiabierta ante el movimiento hipnótico de los hermanos Auserón y el propio Enrique en los conciertos de Radio Futura. La muerte de Enrique Sierra le pone a una triste por su muerte en sí, y le hace a una pensar que nos hacemos mayores. Y, qué paradoja, le hace a una también pensar en tiempos lejanos en los que se intentaba entender a la gente distinta y no se le pegaba fuego a nada.