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San Roque

Un grande por Alfonso Ussía

La Razón
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Escribí junto a Eduardo Ladrón de Guevara una serie de televisión, y decidimos ofrecer su papel principal a Juan Luis Galiardo. No lo conocía personalmente, y alguna lengua fácil me soltó que Juan Luis podía ser conflictivo. Resultó todo lo contrario. Ejemplar, dispuesto a todo, magistral con sus compañeros más jóvenes y de un trato personal exquisito. Nos escapábamos en ocasiones y comíamos cerca del plató. Era un hombre de ideas claras, escoradas hacia las izquierdas, y respetuoso con las ideas que no coincidían con las suyas. Para mí, que profundamente independiente, porque sus críticas inteligentes y certeras no encajaban en ninguna disciplina partidista. Disfruté mucho con su amistad, con su conversación y con su talento.

Como actor, pasó de galán del cine español de los años sesenta y setenta a convertirse, a fuerza de trabajo y superación, en un actor impresionante, sin duda alguna, de los más formados y completos de las últimas décadas. Se atrevió en el Teatro con la comedia, con la tragedia y con lo que le pusieran por delante. Y en el cine fue un monstruo, escrito sea con la intención elogiosa que se usa en los diálogos. España es así. Molesta tanto elogiar al prójimo que se aplica a la cortesía un venablo, que dicho en soledad, es un insulto. «Que bien escribe ese hijoputa», «cómo juega de bien ese cabrón», «qué gracia tiene ese mariconazo». Tan así es o tan es así, que el mayor elogio que se puede emitir actualmente de una persona no es otro que se trata de un «tío o una tía de puta madre». La «puta madre» es un certificado de excelencia.

Juan Luis mejoraba los guiones con su talento natural y sus gestos medidos. Tenía ese don, muy de la escuela inglesa, de la pasmosa naturalidad. No sobreactuaba. A la tristeza que me ha producido su fallecimiento tengo que añadir la frustración del egoísmo. Nos encontramos hace unos meses y le resumí mi comedia, que espera en un cajón mi decisión de estrenarla. Le encantó. Son cuatro los personajes, y me inspiré en las figuras de Arturo Fernández y de Juan Luis Galiardo para darles vida. Me he quedado sin el cincuenta por ciento de los protagonistas, y eso duele. Puro egoísmo el mío, que no debe confundirse con la plena emoción que he sentido al conocer su muerte.

Era de San Roque, gaditano, pero se sentía también extremeño. De cuando en cuando, si sentía el anuncio del agobio que Madrid no regatea a nadie, se largaba a su tierra y se llenaba de mar, de sal y de renovada gracia. Me habló bien de todos sus compañeros de profesión, incluyendo en la opinión positiva a quienes no le correspondían en el afecto. Juan Luis Galiardo pasó por una experiencia nada agradable de inseguridad personal que se convirtió en depresión pasajera. Luchó como un valiente contra la melancolía, y terminó victorioso. Aquel triunfo contra él mismo fue, quizá, el impulso definitivo que necesitaba para recuperar su autoestima y romper a lo grande. No perdió nunca su predisposición a la galanura, pero se sentía feliz con la lejanía de su primera época. Una época nada desdeñable, por otra parte, porque el cine en España, que se hacía con dos duros para ganar en taquilla diez, le debe mucho a los actores y actrices que aprendieron a mejorar los guiones con su sola presencia. Nada tiene que ver el último Juan Luis con el primero, porque el último era grandioso y el primero, una consecuencia del momento, pero jamás despreció sus pasos iniciales. «Como comprenderás, he tenido que hacer de todo para sobrevivir». Para sobrevivir y vivir como un actor inmenso, al que hoy dedico mis palabras de admirada emoción.