Nueva York

El grito de Ignacio: un enfermo de esclerosis contra el olvido oficial

En unos meses, Ignacio Delgado estará muerto. Y, como Jade Goody, exprimirá sus últimos días ante las cámaras. Pero no lo hará por dinero, sino para denunciar el desamparo de las víctimas de esta enfermedad.

El grito de Ignacio: un enfermo de esclerosis contra el olvido oficial
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Todo cambió el día que a Ignacio Delgado se le escurrieron las llaves al abrir la puerta de casa. Se agachó a recogerlas, pero nada: sus dedos no le obedecían. Días después, acudió al hospital, convencido de que tantísimas horas de ordenador le habían provocado una leve lesión muscular. Pero, tras infinitas pruebas, el médico le entregó un papelito que contenía una condena a muerte a cámara lenta: su mano rebelde era el primer síntoma de sus esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una de las enfermedades más despiadadas que se conocen.Cuatro años después, Ignacio es un hombre vivísimo enjaulado en un cuerpo que se muere. Día tras día, la esclerosis va mordisqueando sus músculos hasta dejarlos inservibles. Ya no puede andar, ni comer, ni apenas gesticular; dentro de unas semanas, su hilillo de voz se extinguirá del todo. Entonces, comenzará la cuenta atrás hasta su muerte que, según sus médicos, es cuestión de meses. Y eso es sólo lo malo: lo peor es que la enfermedad esquiva cuidadosamente su cerebro, que contempla en primera fila el brutal acoso de la esclerosis sobre su cuerpo de 35 años. Proyecto blindadoPese a este drama cotidiano, una pícara sonrisa se abre hueco en el rostro de Ignacio. Tiene motivos para estar contento: esta semana ha anunciado un proyecto que ni siquiera la esclerosis puede chafarle. Hasta el día que se muera, volcará sus menguantes energías en rodar «4.000 gritos», un documental sobre el demonio que le está desgarrando por dentro. Será su testamento vital: un documento con el que denunciará «el desamparo» en el que malviven los otros 4.000 españoles que sufren este mal escamoteado a la mirada del gran público. «Tengo mucha suerte: he encontrado una forma de ser feliz el tiempo que me queda», asegura.Ignacio siempre fue un tipo con suerte. Su currículum deslumbra: ingeniero informático, cuatro idiomas, máster de Yale y puestazo en Goldman Sachs. El 11-S le pilló en su despacho a 50 metros de las Torres Gemelas, pero escapó sin un rasguño. En aquella época tenía amigos, dinero y, decían, un futuro asegurado. «Era muy feliz», recuerda. «No hay nada más divertido que vivir en Nueva York cuando tienes 27 años. Cada día era una aventura».Todo marchaba a la perfección hasta el día en que se le resbaló el llavero y, a los 31 años, se topó con su vida «post-ELA». Es un mal misterioso: nadie conoce sus causas y mucho menos cómo frenar su avance. Lo único seguro es que mata a todas sus víctimas, en general tras una agonía de tres o cuatro años. Ése fue el mensaje que le transmitieron los médicos, pero Ignacio se negó a creerles. Tuvieron que pasar tres meses para que, ya con la mano paralizada, se atreviera a plantarse ante su nuevo enemigo.El mal te invadeDice Ignacio que lo más duro de la ELA es que jamás da tregua: va a peor y lo sabes. Tras fallarle las piernas, se quedó dos meses encerrado en casa, incapaz de asumir que necesitaba silla de ruedas. Y, cuando al fin había digerido este cambio, le asaltaron nuevos achaques. Primero necesitó ayuda para limpiarse en el baño. Luego tuvo que ponerse un respirador para dormir por la noche. Más tarde dejó de comer sólido por temor a un atragantamiento . «Lo más molesto no es el dolor», recalca. «Es sentirte invadido por la enfermedad. Y el miedo a la soledad, a quedarte encerrado en tu cuerpo sin poder comunicarte con nadie».De ahí que, hace un año, Ignacio urdiese un plan para preservar su hilo de conexión con el mundo. En una cena benéfica conoció a Óscar Modrego, de la productora La Gata de la Suerte, y le planteó su idea: ¿por qué no rodaban un documental sobre los enfermos de ELA? «Me conquistó de inmediato», asegura Modrego. «Te contagia su entusiasmo de vivir. Cuando me reúno con él, siempre salgo con una sonrisa en la boca. Su ejemplo te quita el derecho a estar triste». La idea del documental es seguir la evolución de la enfermedad de Ignacio hasta el último segundo. «Queremos mostrar la ELA con toda su crudeza y crueldad», subraya Modrego. Habrá quienes les acusen de sensacionalismo, pues su caso recueda al de Jade Goody, fallecida el pasado domingo tras sufrir un cáncer terminal ante las cámaras. Aunque, claro, aquí el objetivo sea benéfico, no engordar la herencia de su familia. «Es un riesgo, pero no nos importa: nuestro objetivo no es gustar a la gente, sino convencer a las autoridades de que tienen que invertir dinero en mejorar la calidad de vida de estos enfermos», asegura el productor.Mientras buscan un mecenas que les ayude a financiar el proyecto, Ignacio ya ha comenzado el rodaje. Con una «webcam», lleva meses registrando los momentos más importantes de su vida. Y, en cuanto pueda, pretende entrevistar a otros enfermos y sus familiares, médicos, psicólogos, terapeutas... «Quiero demostrar que nuestra existencia merece la pena», explica. «No se trata de alargar la agonía de forma innecesaria: nuestras vidas tienen sus gozos, aunque sean limitados».Al milímetroIgnacio lo tiene todo planeado, incluso cómo seguirá el rodaje cuando le resulte imposible hablar. Hace tiempo que pidió que le instalasen un dispositivo en la frente que le permite manejar su ordenador con pequeños movimientos de cabeza. Y él mismo ha adaptado al castellano el programa informático que traduce estos gestos en una voz sintética. «Pero, cuando me muera, estos conocimientos se irán conmigo a la tumba, porque las autoridades no ponen dinero para que otros enfermos disfruten de esta tecnología», denuncia.Hace meses que Ignacio superó la esperanza de vida que le otorgaban los médicos. Y, según Modrego, la razón es evidente: el estímulo diario de sacar adelante su proyecto. «Mi mayor miedo siempre fue quedarme postrado en la cama», asegura Ignacio. «Por eso ruedo este documental. Estoy convencido de que todos podemos ser útiles, por muy enfermos que estemos. Yo hago feliz a la gente con mi presencia: la gente me ve y, de inmediato, se da cuenta de que sus problemas no son tan graves como pensaban» En sus escasos ratos libres, Ignacio sigue disfrutando de la vida. Le encanta viajar a casas rurales, pasar tiempo con la familia y quedar con sus amigos. Uno de los mejores momentos de su vida fue la reciente visita de sus amigos de Nueva York. La enfermedad le impide hablar inglés, pero aun así pasó «unos días estupendos» recordando sus andanzas de juventud. «Igual que a los ciegos se les agudizan otros sentidos, a nosotros se nos desarrolla la capacidad de detectar el gozo de otras personas», asegura. Ignacio no es un ingenuo: sabe perfectamente que el final se acerca. Aunque «4.000 gritos» ganase un Oscar, nadie le rescataría de las garras de la enfermedad. Él asume su derrota, pero sólo a medias. El documental es su forma de luchar contra la ELA después de muerto. Y de mantenerse cuerdo mientras siga con vida. En estos cuatro años de tortura, Ignacio ha aprendido infinitas lecciones. Y esboza otra tímida sonrisa mientras las desgrana desde su silla de ruedas. Nada es el fin del mundo. Aprecia las cosas antes de perderlas. Y, sobre todo, nunca digas «nunca». «No me planteo la eutanasia: me gustaría luchar hasta el final», asegura. «De hecho, me sorprende haber llegado tan lejos. Pensaba que nunca iba a ser feliz con esta enfermedad. Me equivoqué: en estos años, he pasado ratos muy buenos. Y pienso seguir disfrutando».

Un tipo con mucha suerteUna y otra vez, Ignacio se define como «un tipo con mucha suerte». En parte, es un síntoma de su optimismo patológico, pero también un reflejo de la realidad: en el atroz mundillo de la ELA, Ignacio es un privilegiado. Vive solo en su piso del barrio de Salamanca, escoltado por un pequeño ejército de cuidadores que le mima las 24 horas del día. Y cuenta con las últimas tecnologías para paliar su sufrimiento, como el programa informático que le permitirá comunicarse cuando pierda el habla. Pero Ignacio es consciente de que no todas las víctimas tienen tanta suerte como él. Algunas se pasan la vida en la cama, porque nadie les ayuda a levantarse. Otras tienen que endeudar a sus familias para pagarse los carísimos tratamientos. Esto no es el cáncer ni el sida: hay pocos afectados y las autoridades les tienen olvidados. De ahí el empeño de Ignacio en rodar «4.000 gritos»: no quiere que nadie se escude en la ignorancia para mantener el olvido oficial hacia estos enfermos. «Eso le honra», dice Maite Solas, vicepresidenta de la Fundación para el Fomento del Estudio de la ELA. «Quiere que todo el mundo disfrute de los mismos cuidados que él. Y no le importa gastar las energías que le quedan en lograrlo».