Brexit

Cinco décadas de tortuosa relación entre Reino Unido y la Unión Europea

Reino Unido se sumó al proyecto europeo sin entusiasmo en 1973. Para los británicos, Europa era un mero mercado, por lo que les producía rechazo todo intento de integración política

Luz verde de los 27 al acuerdo comercial del Brexit
Luz verde de los 27 al acuerdo comercial del BrexitFrancisco SecoAP

En enero de 1963, varios días después de que el general Charles de Gaulle vetara la entrada de Reino Unido a la entonces Comunidad Económica Europea, el primer ministro británico, el conservador Harold Macmillan, escribió en su diario: «La gran pregunta sigue siendo: ¿cuál es la alternativa? Si somos honestos, debemos decir que no hay ninguna».

Hubo un segundo veto del general francés. Temía que Londres actuara en Europa como un caballo de Troya de los intereses estadounidenses. «Permitir su ingreso, sería ofrecer nuestro consentimiento a todos los artificios, demoras y pretensiones, que tenderían a disimular la destrucción de un edificio que fue construido a costa de tanto dolor y en medio de tanta esperanza», dijo.

En 1973, los británicos finalmente consiguieron entrar en el club. Pero tras casi cinco décadas de complicada relación, el 31 de diciembre consumarán ya a efectos prácticos el histórico divorcio que ha monopolizado la agenda de Westminster durante los últimos cinco años.

¿Cuál es la alternativa? Nadie sabe aún en qué consiste la «Global Britain» de la que los euroescépticos hablan cual tierra prometida. La UE sin Reino Unido se queda de alguna manera coja. Aunque incómoda, la posición británica equilibraba el juego de poderes, ejercía un papel de contrapeso ante Francia, ofrecía otro punto de vista sobre la integración y actuaba como puente con Washington. El bloque quedará más débil. Pero un Reino Unido sin la UE, quiera asumirlo o no, también será menos influyente en el tablero geopolítico.

En 1975, a los británicos ya se les había planteado si querían seguir como miembros del club. El electorado entonces votó a favor de la unión. Pero los británicos jamás se sintieron europeístas. Se metieron a regañadientes en un proyecto, en un principio económico, pero nunca vieron con buenos ojos la integración política que trajo luego el Tratado de Maastricht, con las consecuencias que aquello suponía para su soberanía nacional. Y de alguna manera, Reino Unido siempre gozó de un estatus especial. Desde el cheque británico negociado por Margaret Thatcher hasta la exclusión del euro.

Curiosamente, muchos consideraran que el famoso discurso que el primer ministro Winston Churchill ofreció en 1946 en la Universidad de Zúrich fue el primer paso hacia la integración durante la posguerra. «Hay que recrear la familia europea, o la mayor parte de ella que podamos, y dotarla de una estructura bajo la cual pueda vivir en paz, seguridad y libertad. Debemos construir una especie de Estados Unidos de Europa», recalcó.

Aunque bien es cierto que veía más a Reino Unido como observador que como integrante de ese proceso. Al fin y al cabo, se veía más ligado a EE UU y la Commonwealth, la herencia que quedó del imperio británico, tan mencionado por los populistas durante la campaña del plebiscito del 23 de junio de 2016. Los euroescépticos lograron el 51,9% de los votos frente al 48,1% que apostaron por la permanencia. Con un nivel de participación del 72,16%, una ventaja de 1,2 millones de papeletas fue suficiente para que los británicos pusieran fin a su relación con el bloque.

Las relaciones con Bruselas siempre habían supuesto una lacra para el inquilino de Downing Street. Sobre todo para los conservadores. De alguna manera, los políticos habían podido capear el temporal. El problema con David Cameron es que se había llegado a un callejón sin salida. O al menos así lo presentó él. La gran mayoría de expertos consultados coinciden en que el Brexit podría haberse evitado. La opinión publica no pedía realmente un plebiscito sobre la permanencia en la UE. Fue Cameron quien sacó a la calle un debate que siempre había dividido a las filas del Partido Conservador.

Los «tories» euroescépticos estaban tremendamente preocupados por el auge del UKIP. Con su discurso antinmigración y anti-UE, un entonces desconocido Nigel Farage iba ganando cada vez más terreno. «Tiene usted el carisma de un andrajo mojado y la apariencia de un empleado de banca de baja categoría», llegó a decir a Herman Van Rompuy en pleno debate de 2010 en el Parlamento Europeo. Sus bochornosos espectáculos ocupaban titulares y le convirtieron en héroe de los grupos antisistema. Muchos vaticinaron a Farage tan solo los quince minutos de gloria. Pero se equivocaron. «Recuperar el control de la fronteras» se convirtió luego en el gran emblema de la campaña pro Brexit.

Bruselas llegó a ofrecer a Londres un «freno de emergencia» para detener la entrada de migrantes –suspendiendo los beneficios sociales, incluso a los que tuvieran derecho los ciudadanos de la UE– si acreditaba que Reino Unido no soportaba la presión migratoria. Cameron intentó vender en casa las salvaguardas como una victoria. Pero Westminster no se lo compró.

Cuando Cameron celebró oficialmente el referéndum, estaba valentonado al haber ganado previamente la consulta de independencia escocesa de 2014. Eso sí, se vio obligado a pedir ayuda a la mismísima Isabel II cuando se llegó a pensar que los secesionistas tenían posibilidades reales de triunfo. El «premier» jugó de nuevo un órdago con el referéndum sobre la UE convencido de que aquello sería tan solo un paseo. Pero se le fue de las manos. Algo muy significativo que revela hasta qué punto Downing Street subestimó la jugada es que el resultado no era si quiera vinculante en un principio.

La campaña a favor de la UE fue desastrosa. La implicación del entonces líder de la oposición laborista, Jeremy Corbyn, fue bastante cuestionada. Y Boris Johnson, pensando ante todo en su proyección política, decidió sumarse a última hora a la causa euroescéptica, no exenta de mentiras e ilegalidades.

Cuando se conocieron los resultados, la cara desencajada de Johnson era todo un poema. Por su parte, Cameron anunció de inmediato su dimisión. En su día, Margaret Thatcher había querido a Reino Unido dentro del mercado único, pero fuera de sus instituciones políticas. Cameron podría haber interpretado el resultado del Brexit como un mandato de la política de la Dama de Hierro. Pero no fue así. Renunció la misma mañana del 24 de junio, cuando se metió por última vez en la mítica puerta negra del Número 10 tarareando una canción.

Theresa May cogió el testigo y activó el artículo 50 del Tratado de Lisboa, cuando ni siquiera sabía definir qué significaba todo aquello. «Brexit means Brexit», repetía como un robot. Fue devorada por la bestia política de la que Johnson supo beneficiarse cumpliendo su gran sueño de mudarse a Downing Street.

«¿Cuál es la alternativa?», se preguntaba Macmillan en en 1963. Nadie sabe aún en qué consiste esa «Global Britain», pero ya no hay marcha atrás. Llegó el Brexit. Nace una nueva era.