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Caminos que se separan

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La cuestión de Irán está mostrando la distancia entre la concepción que EE UU tiene del orden internacional y la que impera en Europa. El europeo occidental ha vivido en un Estado del Bienestar creado gracias a la intervención militar norteamericana en 1943 que acabó con el nacionalsocialismo y detuvo a los estalinistas. Luego llegó el apoyo económico del Plan Marshall condicionado a la creación de democracias y el gasto militar para sostener la Guerra Fría.

Sólo Reino Unido mostró un apoyo casi incondicional, mientras Francia alardeaba de su vía propia y la Alemania Federal se reinventaba. Las sociedades europeas protegidas por la OTAN contemplaron en noviembre de 1989 el desplome del Muro de Berlín y del bloque comunista sin haber hecho gran cosa.

Europa vivía inmersa en su sueño de bienestar bien protegida militarmente por EE UU, del que ni siquiera despertó con la guerra de Yugoslavia. No obstante, dos acontecimientos han comenzado a espabilar al continente: la anexión rusa de Crimea en marzo de 2014 y la cuestión de Irán. La inestabilidad en el norte de África, la aparición del EI y el crecimiento de Irán como potencia en Oriente Medio, empujaron a la Administración Obama a buscar un acuerdo con ese país. Quiso poner fin a un enfrentamiento iniciado en noviembre de 1979 con la «crisis de los rehenes», cuando estudiantes iraníes secuestraron a 66 estadounidenses. Fue entonces cuando el presidente Carter, demócrata, rompió relaciones diplomáticas con Irán en abril de 1980, e impuso un embargo.

Europa abandonó entonces a EE UU. Francia y Reino Unido se negaron por sus intereses en la zona, y la Alemania Federal de Willy Brandt declaró su buena disposición. El fracaso en el rescate llevó a la firma de un acuerdo en Argel, en 1981, entre Washington y Teherán, por el que EE UU levantó las sanciones económicas. Reagan heredó esta política y descongeló los fondos iraníes en bancos americanos.

La guerra entre Irak e Irán (1980-1988) cambió el panorama. Reino Unido, Francia y Estados Unidos actuaron juntos. La necesidad de frenar el avance de otra potencia en Oriente Medio vinculó a EE UU con Arabia Saudí y otros países del Golfo. Esto no quitó para que esa «alta política» se mezclara con otra más «baja». Al tiempo que saltaba el escándalo de la venta de armas a Irán en 1985 y 1986, el llamado «Irangate», se conocía que 22 compañías norteamericanas daban apoyo a Irak para la fabricación de armas químicas.

Tras las dos tristes guerras del Golfo contra Irak, la vuelta a la beligerancia con Irán la protagonizaron los Clinton. Bill aprobó la Ley Helms-Burton para sancionar a las empresas que invirtieran en el sector energético iraní. La UE criticó duramente esa norma porque afectaba a sus empresas. Luego, Hillary Clinton, cuya campaña electoral contó con la financiación de una fundación cercana a los saudíes, fue en 2009 partidaria de prolongar las sanciones a Irán ante la seguridad de que estaba trabajando para conseguir la bomba atómica. La política agresiva de Hillary hizo que Obama la sustituyera por John Kerry, quien logró un pacto con Irán en 2015, junto a Francia, Reino Unido, Alemania, Rusia y China. Las dudas sobre el cumplimiento iraní han sobrevolado siempre el Congreso de EE UU. Trump llevó la revocación del pacto en su programa si se verificaba el programa de misiles balísticos iraní. Así ha sido y lo ha roto sin contar con unos aliados que no necesita. Un nuevo distanciamiento con EE UU que sólo acabará cuando Europa equilibre su peso económico con su poder militar.