Internacional
El crepúsculo del sueño americano
El triunfo de Trump retrata en blanco y negro la realidad de un país dividido que confía en que las soluciones mágicas del magnate solventen su crisis identitaria y social.
El triunfo de Trump retrata en blanco y negro la realidad de un país dividido que confía en que las soluciones mágicas del magnate solventen su crisis identitaria y social.
► Editorial: Con Trump, Estados Unidos se asoma al precipicio populista ► Análisis de John D. Wilkerson; Scott Lucas; Richard Gioioso; Inocencio Arias;Manuel Coma y Rafael Calduch ► Obama promete una transición pacífica pese a sus diferencias
Una resaca tóxica, entre el estupor y el pánico, recorre el espinazo de los centros urbanos, las dos costas, los núcleos financieros, las grandes universidades y los principales medios de comunicación de EE UU. Enfrente, el mundo rural y los suburbios celebran una victoria que interpretan como un jaque mate al sistema, la política convencional y Washington D.C. como origen de todos los males posibles.
Tormenta perfecta
Inspirador de una tormenta perfecta, Donald Trump compareció en Manhattan con un discurso templado pero vago. La mesura que empleó en su gran noche contradecía su naturaleza pendenciera, pero la ambigüedad era imprescindible. Nadie, el primero él mismo, sabe si cumplirá alguna de las promesas que lo han llevado a la Casa Blanca. ¿Abandonar a su merced a Corea y Japón? ¿Permitir que Rusia devore los países Bálticos si estos «no cumplen con sus obligaciones contractuales»? ¿Legalizar la tortura? ¿Bombardear Siria? ¿Subir los aranceles en un 35% a los productos de México y en un 45% a los provenientes de China? ¿Incumplir los acuerdos contra el cambio climático? ¿Liquidar los acuerdos comerciales con las naciones del Pacífico y el NAFTA?
Si en política exterior y economía el puzzle es inquietante, en el ámbito nacional hay que añadir la polarización de una campaña que ha desestabilizado el tejido social. Están en juego los contrapesos que vertebran al único país del mundo que jamás conoció la tiranía. La batalla se librará en múltiples frentes. Tirita la propia legitimidad del sistema. Desde el día en que presentó su candidatura Trump ha repartido acusaciones de corrupción y ha dudado de la limpieza del juego electoral. Su triunfo implica que, milagrosamente, el sistema no estaba adulterado, pero el vendaval antipolítica caló hasta el tuétano y costará restañar la confianza.
Cuestión migratoria
Respecto a la cuestión migratoria nadie duda que EE UU es un país mucho más diverso que hace cincuenta años, pero en la retórica del republicano siempre flameó la idea de dar marcha atrás a la historia. Regresar, por improbable que parezca, al tiempo en el que los blancos de clase trabajadora disfrutaban de una prosperidad que iba de la mano del auge industrial. Aturdidos por la formidable presencia del español y lo latino, los votantes de Trump cuentan con que expulse a los cerca de 11 millones de inmigrantes indocumentados que se estima viven en EE UU. Una deportación en masa, de proporciones bíblicas y logística multimillonaria, a la que debiera de añadir el icónico muro en la frontera. Al fin y al cabo son muchos los que comparten su idea de que «Cuando México envía a su gente, no son los mejores. Manda a gente con muchos problemas. Traen la droga. Traen el crimen. Son violadores. Y algunos, me imagino, son buenas personas».
Respecto a los musulmanes sus mensajes han oscilado entre crear un censo y/o directamente vetar su entrada en EE.UU. Pero, ¿qué hacer con la Constitución, que prohíbe la discriminación por motivos religiosos? Otro de sus caballos de batalla fue el Obamacare, la reforma sanitaria impulsada por el presidente Obama, que ha jurado impugnar: «El primer día de mi presidencia», reza su programa, «pediremos al Congreso que inicie el trabajo para abolirla por completo». Pero no explica qué alternativa impulsará más allá de unas confusas menciones al libre mercado y la soberanía de los estados. En sintonía con sus inevitables cambios de rumbo, hace menos de quince años Trump era un ferviente defensor del sistema sanitario canadiense, universal y gratuito.
Con su discurso nativista Trump ha galvanizado el entusiasmo de millones de estadounidenses que desconfían del multilateralismo patrocinado por las sucesivas administraciones presidenciales desde hace décadas y consideran que la globalización es el origen de todos sus males. Agitados por los flujos tectónicos de un mundo que no reconocen como propio, enfrentados a las élites intelectuales, zarandeados por unas guerras culturales de las que se sienten perdedores, heridos por una prensa que en el mejor de los casos tienen por parcial y en el peor por enviciada y corrupta, comparten el discurso vagamente igualitario y fervientemente nacionalista de un Trump que lideró la revuelta populista.
El nosotros contra ellos, sean quienes sean, funcionó como el más eficaz grito de marketing que podía imaginarse. Los adversarios políticos, incluidos los líderes de su propio partido, son «asquerosos». Sólo Trump puede drenar el «pantano» de Washington. Para lograrlo cuenta con el poder en las cámaras legislativas, pero muchos de sus proyectos estrella requerirán de unas mayorías que deberán negociarse. Cuando en 2012 Obama revalidó su mandato los estrategas republicanos estimaron que el partido necesitaba refundarse y abrir la mano a las minorías. Trump apostó a lo contrario, al «nacionalismo nostálgico», y reventó el casino. En EEUU son muchos los que todavía tratan de digerir la idea de una América enemistada con dos siglos y medio de ejercer orgullosamente como país de acogida y exitoso laboratorio democrático.
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