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El símbolo de Sarajevo

Dos décadas después del fin de la guerra, las tensiones étnicas y religiosas siguen dividiendo a la sociedad

Miles de refugiados se dirigen a Macedonia en 1999
Miles de refugiados se dirigen a Macedonia en 1999larazon

Algunas ciudades parecen condenadas a convertirse en símbolos recurrentes de historias trágicas. Tal sería el caso de la capital bosnia. Cuando a comienzos de la década de los noventa del siglo pasado, empezaba a tomar cuerpo la violencia cainita que desintegró Yugoslavia, su nombre señalaba el principio y el fin, prácticamente, de un siglo bárbaro. «De Sarajevo a Sarajevo», titulaba Jacques Rupkrik un artículo en el que reflexionaba acerca de lo ocurrido entre 1914 y 1992. Desde que en sus calles se perpetrase el magnicidio desencadenante de la Primera Guerra Mundial, hasta verse convertidas, décadas más tarde, en epicentro de la catástrofe en la que se disolvía la República de Yugoslavia. Pero ese mismo enclave dramático es o puede ser también, como ocurre hoy, emblema de esperanza. Hagamos un breve repaso de los avatares de la historia de esta parte de los Balcanes durante los últimos cien años para acercarnos a la situación actual.

A la búsqueda de un espacio de seguridad para los eslavos del Sur, y de estabilidad para el sureste europeo, el desenlace de la Primera Gran Guerra hizo posible el nacimiento del reino de Yugoslavia, aunque esta denominación no se estableciera, oficialmente, hasta octubre de 1929. Pero ya el 1 de diciembre de 1918 se había proclamado el reino de los serbios, croatas y eslovenos, que venía a realizar lo acordado, en julio de 1917, en la llamada Declaración de Corfú, en la cual se manifestaba que esas tres etnias eran un solo pueblo y debían formar un único Estado, bajo la monarquía Karadjorjevic. Las difíciles circunstancias del periodo interbélico, de 1919 a 1939, complicaron el posible afianzamiento del reino yugoslavo. A los problemas internos, de índole religiosa entre católicos y ortodoxos, y otras minorías, principalmente los musulmanes; se unieron las diferencias y temores respectivos de las distintas comunidades entre sí, frente a la hegemonía serbia. Unos factores de desencuentro manifestados en el ámbito político-institucional, económico, educativo... Además, la deriva de la situación internacional, marcada por el fracaso de los eufónicos mensajes pacifistas, el auge de los totalitarismos (nazismo, fascismo y comunismo bolchevique) y el repliegue general del liberalismo parlamentario vino a complicar la situación yugoslava. Una serie de graves acontecimientos, como el asesinato del rey Alejandro (1934), y la creciente radicalización política durante la minoridad de su sucesor Pedro II, bajo la regencia del príncipe Pablo, irían jalonando el camino hacia la destrucción de lo que fue la primera Yugoslavia. La presión exterior terminó con la obligada alineación con la Alemania hitleriana (marzo de 1941), rota inmediatamente por el golpe de Estado que proclamó la mayoría de edad de Pedro II. Los alemanes invadieron entonces el país tras el feroz bombardeo de Belgrado que causó más de 20.000 muertos.

La Segunda Guerra Mundial cobijó paralelamente en tierras yugoslavas, una terrible contienda civil. Chetniks de Mihailovic, partidarios de la monarquía, ustachis filofascistas croatas de Ante Pavelic y partisanos, comunistas, de las diferentes etnias trataron de aniquilarse mutuamente con todas sus fuerzas. Al final, surgió una nueva Yugoslavia tras la segunda catástrofe universal, en mayo de 1945, como había ocurrido al acabar la enorme debacle empezada en 1914. Había un líder, carismático, Tito, el caudillo partisano de origen croata cuyas fuerzas armadas victoriosas contra los nazis y contra los enemigos interiores así como su ideología dominante permitieron implantar la República Democrática Federal. Su denominación soportó diversos cambios en su trayectoria histórica; el más duradero de sus nombres sería el de República Federal Socialista de Yugoslavia desde 1963.

Hasta la muerte de Josip Broz (Tito), en 1980, la república yugoslava fue superando los obstáculos internos y externos que se sucedieron en su devenir. El heterodoxo modelo socialista autogestionario permitió armonizar a duras penas los intereses no siempre coincidentes de las diversas repúblicas: Serbia (con sus provincias autónomas Kosovo y Vojvodina), Bosnia, Croacia, Eslovenia, Montenegro y Macedonia, que constituían la Yugoslavia federal. Paralelamente la situación internacional permitió a Tito encabezar el movimiento de los «países no alineados», convirtiéndose en uno de los líderes mundiales. Sin embargo, la creciente autonomía concedida paulatinamente a las distintas repúblicas, con el fin de atenuar los descontentos provocados por la ineficiencia de la Administración federal, fue reduciendo hasta límites preocupantes las competencias del Gobierno de Belgrado. Las crisis energéticas y financieras de la década de 1970 provocaron profundos desajustes en el sistema económico yugoslavo. Las diferencias entre las repúblicas ricas (Croacia y Eslovenia) y las más pobres (Macedonia y Montenegro) aumentaron en medio de la insolidaridad interterritorial.

La desaparición del líder incuestionable, los adversos efectos económicos de los años ochenta y, finalmente, el desplome del bloque comunista, dieron paso a un proceso político y social de enfrentamiento interno. La incapacidad de la Europa comunitaria, la vieja aspiración alemana en la Mitteleuropa, la estrategia norteamericana y la precipitación del Vaticano en apoyo de la ruptura política movida por Croacia, reconocida ya en 1994, por el mismo Juan Pablo II, alentaron el conflicto. A las alturas de enero de 1990, las fuerzas centrífugas de los nacionalismos serbio, croata, esloveno, bosnio, ... primaban sobre los sentimientos yugoslavos. Eslovenia declaró su independencia en diciembre de ese año. Empezaba el camino de la guerra. La lucha se extendió a Croacia, a partir de marzo de 1991, y a diferencia de lo ocurrido en Eslovenia, donde terminó pronto, en junio-julio del mismo 1991, la confrontación armada alcanzó aquí grandes dimensiones hasta 1992. Pero faltaba lo peor. En abril, comenzaba la lucha en Bosnia-Herzegovina. En esta región se reproducían a escala todos los factores del conflicto: población multiétnica, mezclada profusamente, y diferencias religiosas, culturales... que identificaban a Bosnia en su diversidad y la convertían en el más inflamable foco de enfrentamientos. Durante más de cuatro años, hasta diciembre de 1995, tuvo allí su casa el horror bajo cualquiera de sus formas, con víctimas y verdugos, serbios, serbo-bosnios, musulmanes bosnios, croatas, bosniocroatas, católicos, ortodoxos, musulmanes... repartiéndose ocasionalmente los papeles. Todo ello con la OTAN convertida en la fuerza decisiva de una contienda en la que Serbia fue demonizada, y duramente castigada; conforme a un maniqueísmo cuestionable. Alrededor de 100.000 víctimas, sumando civiles y militares, cerca de 2.000.000 de desplazados fue el precio de la barbarie en Bosnia. Han transcurrido más de dos décadas desde el final de los combates, pero la huella de la tragedia sigue viva. Decisiones políticas, impulsadas en buena medida desde fuera del país, han alcanzado un muy relativo éxito. La convivencia, la integración, el perdón y el olvido, en pugna constante con el recuerdo son tan deseables como difíciles. Demasiado sufrimiento, demasiada inhumanidad y un eco de muerte que se resiste a desaparecer mantienen el resentimiento y el temor en unos y en otros por las injusticias padecidas. Nadie, o casi nadie, desea una nueva guerra, pero tampoco se alcanza una verdadera paz. En Sarajevo, la ciudad mártir en la que en el curso de esa guerra, murieron o desaparecieron cerca de 8.500 combatientes y otros 10.000 civiles mientras 56.000 más resultaron heridos.

Y otra vez, «De Sarajevo a Sarajevo», de 1992 a 2015, pero ahora, de la mano del Papa Bergoglio, con cuya presencia trata de evitar el segundo término del viejo proverbio montenegrino: «Dios no divide a los hombres, pero las religiones sí». Un viaje a la búsqueda de hacer posible, según quería Ivo Andric, escribiendo como deseo sublime «Un puente sobre el Drina», que no sólo sirviera a la ciudad de Visegrado, a la que se refería el novelista, sino también a Mostar, Sarajevo, y todos los pueblos víctimas de aquella guerra.

*Miembro de la Real Academia de Doctores de España