Análisis
¿Golpe palaciego contra Putin?
No renunciará voluntariamente ni será derrotado en las urnas. El destino de Putin pasa por morir de viejo en el cargo o ser traicionado como le ocurrió a Kruschev
A medida que continúa el enfrentamiento entre Rusia y Ucrania, el presidente Putin, por primera vez en sus 22 años en el cargo, afronta serios desafíos tanto en el exterior como dentro de su país. En estos momentos, Rusia parece incapaz de aplastar a la defensa ucraniana. Las sanciones occidentales han alcanzado su economía con fuerza y las víctimas de la «guerra inútil» en la que se ha empeñado ponen los pelos de punta incluso a los que han sido sus apoyos más leales. La pregunta que subyace es si, finalmente, se verá obligado a abandonar el Kremlin antes de lo que pensaba. Comenzaría con una cuestión sencilla: Putin (al igual que su principal aliado, Alexander Lukashenko, presidente de Bielorrusia) no renunciará voluntariamente ni será relegado de su cargo en las urnas. El hecho de haber pasado tan rápidamente de ser un vulgar pillastre paranoico a un asesino en serie, y de un agresor a un criminal militar, da muchas pistas de que no hay redención posible para él, y que no podría convertirse en un político jubilado ordinario que viviera sus últimos años pacíficamente.
Por otro lado, no existen procedimientos electorales en Rusia que puedan conducir a su derrota en ninguna elección (incluso el índice de aprobación del 71% es una quimera, como quedó patenten en las elecciones de 2020 en Bielorrusia, en las que vimos qué poco cuenta el voto del pueblo para los dictadores postsoviéticos). Por lo tanto, diría que hay tres opciones sobre la mesa: o el Sr. Putin muere en el cargo dentro de muchos años; o será destituido en un golpe palaciego, o será asesinado inesperadamente por alguien de su propio gobierno. De hecho, este último escenario fue ampliamente debatido en Rusia hasta principios de 2022: la posibilidad de un «traspaso de poder» a un sucesor de confianza, que aseguraría los intereses del líder. Sin embargo, dejó de ser una opción cuando ese mismo esquema fracasó en Kazajstán en enero.
Ahora que los acontecimientos evolucionan con extrema rapidez, ya que la derrota militar de Rusia en Ucrania parece «muy probable» y el Kremlin está listo para anunciar el estado de emergencia en todo el país e introducir una ley marcial, la posibilidad de un golpe de Estado resuena por todos los foros. Pero yo sería cauteloso. Los conocedores de la Historia rusa y soviética recordaran la muerte del emperador Pablo I en 1799 o el derrocamiento de Kruschev en 1964. El primer caso ocurrió cuando el orden de sucesión convirtió unívocamente al hijo de Pablo, Alejandro, en nuevo emperador y en el de 1964, el complot estuvo bien orquestado e involucró a la mayor parte de la dirección comunista soviética.
En ambos casos, el poder debía permanecer en manos de la misma familia monárquica o del Partido Comunista, por lo que las consecuencias del cambio eran predecibles. Ahora la situación es muy diferente. En primer lugar, Putin está «paranoicamente» preocupado por su seguridad. Su círculo cercano está compuesto por personas que ascendieron al poder con él y dependen totalmente de su avance y de sus éxitos. No hay un «segundo» en la «línea sucesoria»- Mikhail Mishustin, el primer ministro que se convertiría en presidente interino si el líder actual queda incapacitado, tiene poca influencia entre otros «pesos pesados» de la elite política-, por lo que la destitución de Putin encendería un bellum omnia contra omnes que todos quieren evitar. Para montar una trama de conspiración, primero debería haber alguien con el suficiente valor para iniciarla, pero seguramente desistiría antes de empezar porque necesitaría el consentimiento de demasiadas personas. En segundo lugar, hay pocas razones para levantarse contra Putin porque Rusia posee ahora un régimen puramente personalista, que tenderá a desmoronarse una vez que fallezca su fundador.
Quienes rodean a Putin no tienen intención de desmantelar el régimen ya que -a diferencia de la época comunista- todas las figuras influyentes violaron demasiadas leyes que ellos mismos impusieron para sentirse seguros después del colapso del régimen. En tercer lugar- y este también es un punto clave- las confrontaciones del presidente ruso con Occidente- la última en particular- hicieron que la gente de su entorno creyera que no hay escapatoria para ellos. Incluso aquellos que trataron de marcharse en silencio, ahora reciben su «merecido» en forma de sanciones personales.
La élite política, al parecer, se acostumbró a la situación actual, mientras que, por ejemplo, los empresarios más ricos, aunque están muy preocupados por lo que pueda pasar, carecen de una influencia seria en los procesos políticos rusos. De este modo, y por banal que parezca, las sanciones occidentales solo hacen más fuerte y cohesionado el círculo cercano de Putin. Pero, al mismo tiempo, el enfrentamiento del presidente con Occidente le hace a su vez más débil a los ojos de sus acólitos. Putin está perdiendo su influencia a escala mundial, incluso en Pekín. Ya no puede garantizar a los oligarcas su riqueza y libertades, ni a los burócratas sus privilegios. Por eso, yo diría que el Sr. Putin puede ser destituido si se dan dos condiciones. Por un lado, debe ser deslegitimado de la manera más contundente. La guerra en Ucrania ofrece una buena oportunidad para ello. Si se atreviera a cumplir su amenaza de usar armas nucleares tácticas contra las posiciones ucranianas – a medida que sus tropas se desmoralicen con sus estrategias- se convertiría, inmediatamente, en un marginado odiado globalmente.
Por otro lado, Occidente y el resto del mundo no solo debería castigar a la élite rusa por respaldar a Putin, sino también prometer una recompensa tangible en caso de que le retire su apoyo. Así que aquí llegamos al único escenario razonable que podría conducir a la derrota de Putin y al giro copernicano de Rusia, que pasaría de esforzarse en la construcción de imperios a ansiar el establecimiento de un Estado civilizado moderno.
De hecho, esta es la dirección por la que transitó hace 20 años un autócrata, asesino e imperialista de la misma calaña que Putin: el expresidente yugoslavo Sloboban Milošević. En su caso, las potencias occidentales- conmocionadas por las atrocidades de los conflictos de los Balcanes- crearon el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia en 1993 (La Haya, Ámsterdam), que le declaró criminal de guerra en 1999 y ordenó su arresto y entrega al propio Tribunal. Al año siguiente, Milošević fue derrotado en las elecciones presidenciales y entregado a La Haya seis meses después. Parece un buen ejemplo para Occidente: establecer el Tribunal Penal Internacional para Ucrania; acusar al Sr. Putin de crímenes contra la humanidad; distinguir claramente entre él (y, tal vez, varios comandantes militares sobre el terreno) y otros miembros de las élites políticas y empresariales rusas y enviar un mensaje nítido de que todas las sanciones se levantarían de inmediato en el momento y hora en que el principal criminal de guerra ruso llegara a La Haya.
En este caso, la élite descubriría un “final del túnel”, y el destino del presidente pronto se tornaría amargo. En casi todas las demás opciones, el sistema político ruso, basado en increíbles esfuerzos de propaganda, enormes mentiras y los sentimientos más viles de la gente, tardaría décadas en expulsarle, independientemente de las luchas económicas causadas por las sanciones financieras occidentales.
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