México

Primera noche en la Casa Blanca: «¿Soy uno de esos tipos que llevan bata?»

LA RAZÓN adelanta el capítulo «En Casa» del libro «Fuego y Furia» que provocó una tormenta política en Washington por las revelaciones de su ex estratega jefe, Steve Bannon, sobre la trama rusa y la implicación del hijo de Trump, Donald Jr.

Una imagen de Trump en el portaaviones estadounidense «USS Carl Vinson», en Filipinas
Una imagen de Trump en el portaaviones estadounidense «USS Carl Vinson», en Filipinaslarazon

LA RAZÓN adelanta el capítulo «En Casa» del libro «Fuego y Furia» que provocó una tormenta política en Washington por las revelaciones de su ex estratega jefe, Steve Bannon, sobre la trama rusa y la implicación del hijo de Trump, Donald Jr.

Durante las primeras semanas de la presidencia de Trump, algunos de sus leales desarrollaron la teoría de que este no se comportaba como un presidente, no asumía su nuevo estatus ni se mostraba más comedido en modo alguno (como demostraban sus tuits matinales, su negativa a seguir los guiones que le daban y sus llamadas autocompasivas a los amigos, que ya se empezaban a filtrar a la prensa), pero es que él no había tenido que dar el salto de muchos de sus predecesores. La mayoría de los presidentes electos llegaban a la Casa Blanca tras una vida política más o menos normal, y se sentían abrumados por su súbito ascenso a una mansión de seguridad y criados palaciegos, un avión que estaba constantemente a su disposición y un séquito de cortesanos y consejeros, todo lo cual les recordaba que sus circunstancias habían cambiado por completo; pero, en lo tocante al nuevo presidente, aquello no estaba muy lejos de su vida anterior en la Torre Trump, más cómoda y más acorde a sus gustos que la Casa Blanca, y donde también tenía criados, seguridad, cortesanos, consejeros omnipresentes y un avión a su disposición. Para él, ser presidente no era para tanto. [...]

A Trump le parecía que la Casa Blanca —un edificio viejo de mantenimiento esporádico y renovaciones parciales que, además, era famoso por tener un problema con las cucarachas y los roedores— era un lugar molesto y hasta un poco siniestro. Los amigos que admiraban su talento de hotelero se preguntaban por qué no reformaba el lugar, pero daba la impresión de que se sentía intimidado por los ojos que lo observaban. [...]

Trump tenía un dormitorio independiente en la Casa Blanca; y era la primera vez desde la presidencia de Kennedy que una pareja presidencial tenía habitaciones separadas (aunque Melania no pasaba mucho tiempo allí). Durante los primeros días, el presidente pidió dos pantallas de televisión, que se sumaron a la que ya había, y una cerradura en la puerta, lo cual le costó un distanciamiento temporal con el Servicio Secreto, pues ellos insistían en tener acceso a la habitación. Luego, regañó a los empleados domésticos por coger su camisa del suelo: «Si mi camisa está en el suelo, será porque quiero que esté en el suelo». Más tarde, impuso una serie de normas nuevas: nadie podía tocar nada, y mucho menos su cepillo de dientes (siempre había tenido miedo de que lo envenenaran, motivo por el que le gustaba comer en McDonald’s, ya que nadie sabía cuándo iba a ir y la comida ya estaba preparada); además, avisaría al servicio cuando quisiera que le cambiaran las sábanas, y se haría él mismo la cama. Cuando no cenaba a las seis y media con Steve Bannon, hacía algo que le gustaba más: meterse en la cama con una hamburguesa de queso, mirar los tres televisores y llamar por teléfono —el teléfono era su verdadero contacto con el mundo— a un pequeño grupo de amigos, entre los que frecuentemente se encontraba Tom Barrack, que medía sus niveles de agitación durante la noche para, después, comparar sus propias notas con las del presidente. Tras ese escabroso principio, las cosas empezaron a ir mejor (en opinión de algunos, incluso de un modo presidencial).

El martes 31 de enero, durante una ceremonia eficazmente coreografiada que se emitió en horario de máxima audiencia, un alegre y seguro Trump anunciaba el ascenso del juez federal de apelaciones Neil Gorsuch al Tribunal Supremo. Gorsuch era una combinación perfecta entre una impecable posición conservadora, una honradez fuera de dudas y credenciales legales y judiciales de primera categoría. Además de cumplir la promesa que había hecho al electorado y la élite conservadoras, Trump tomó una decisión que parecía perfectamente presidencial. [...]

Durante el proceso de selección, había pasado por la práctica totalidad de sus amigos abogados; todos ellos, personajes peculiares y poco adecuados para el cargo, y la mayoría, sin posibilidades de tener éxito político. Pero entre aquellos personajes peculiares, poco adecuados y sin posibilidades había uno al que Trump volvía constantemente: Rudy Giuliani. Trump estaba en deuda con Giuliani. [...]Guiliani era un viejo amigo de Nueva York, y, además, en un momento en que muy pocos de los republicanos apoyaban a Trump —y casi ninguno de importancia nacional—, él había estado a su lado, y lo había hecho de un modo combativo, feroz e incansable; [...] Giuliani quería ser secretario de Estado, y Trump le había ofrecido el empleo. El círculo de Trump se oponía a Giuliani por la misma razón por la que Trump se sentía inclinado a con cederle el cargo: porque Trump le prestaba atención y se la iba a seguir prestando. [...]Le habían ofrecido el cargo de fiscal general, el Departamento de Seguridad Nacional y la dirección del servicio de inteligencia nacional, pero decidió rechazarlos y seguir insistiendo con la Secretaría de Estado o [...] con el Tribunal Supremo. Como Trump no podía poner a un hombre abiertamente proabortista en ese tribunal sin romper con sus creencias políticas o arriesgarse a que rechazaran a su candidato, no tuve más remedio, por decirlo de alguna forma, que darle la Secretaría de Estado.

El fracaso de esa estrategia —dicha secretaría fue a parar a Rex Tillerson— tendría que haber sido un punto final, pero Trump siguió dando vueltas a la idea de poner a Giuliani en el Tribunal Supremo. El 8 de febrero, en pleno proceso de confirmación, Gorsuch criticó públicamente el desprecio de Trump por la Justicia. Resentido, el presidente decidió retirar su nominación; y aquella noche, durante las conversaciones telefónicas que mantenía después de cenar, comentó que tendría que haberle dado el cargo a Rudy, el único hombre leal. Bannon y Priebus tuvieron que recordarle, una y otra vez, una de las pocas jugadas maestras de apaciguamiento político —y guiño perfecto a la base republicana— que habían llevado a cabo durante la campaña electoral: permitir que la Federalist Society presentara una lista de candidatos, [...]una lista en la que, huelga decirlo, no se encontraba Giuliani. En cambio, el nombre de Gorsuch sí que aparecía en ella. Y, poco después de eso, Trump ni siquiera recordaría haber querido nunca a otro.[...]

El día 5 de febrero, el New York Times publicó una historia sobre la Casa Blanca según la que el presidente, que ya llevaba dos semanas en el cargo, deambulaba en bata a altas horas de la noche sin siquiera ser capaz de encender ningún interruptor. Trump se derrumbó. Lo interpretó —no incorrectamente— como un intento de hacerle parecer un loco [...] y hasta senil que vivía en un mundo de fantasías [...]. Y, por supuesto, una vez más, todo era cosa de la prensa, que lo trataba como nunca antes había tratado a ningún presidente.

Esta percepción no era incorrecta. En sus esfuerzos por informar sobre una presidencia que le parecía del todo aberrante, el New York Times había introducido un tipo nuevo de cobertura periodística en su visión de la Casa Blanca. Esas historias tendían a presentar a Trump como un hombre ridículo. [...] El presidente, que solía ser un fabulador en su interpretación personal del mundo, era bastante literal en lo referente a la visión que tenía de sí mismo; de ahí que refutara esa imagen nocturna de hombre medio loco o seriamente tocado que paseaba por la Casa Blanca alegando que ni siquiera tenía una bata. «¿Parezco uno de esos tipos que llevan bata? ¿En serio?» —preguntó sin humor alguno a todos los que se cruzó durante las cuarenta y ocho horas siguientes—. ¿Me imaginas tú en bata?» Pero, ¿quién había filtrado eso? Para Trump, los detalles de su vida personal se convirtieron en una preocupación mucho mayor que ningún otro tipo de filtración. La dirección del New York Times en Washington [...] filtró, a su vez, que su fuente era Bannon.

Y Bannon, que se jactaba de ser una especie de agujero negro de silencio, también se había convertido en algo así como la voz oficial de ese agujero negro, el «garganta profunda» de todo el mundo. Era ingenioso, intenso, evocador y desbordante; su discreción teórica siempre daba paso a constantes comentarios semipúblicos sobre la petulancia, la fatuidad y la completa falta de seriedad de casi todas los habitantes de la Casa Blanca. Ya en la segunda semana de la presidencia de Trump, todos los integrantes de la Casa Blanca parecían tener su propia lista de aquellas personas potencialmente capaces de filtrar noticias, y hacían lo posible por revelar sus nombres antes de que otros hicieran lo mismo con los de ellos.

[...] El 6 de febrero, Trump hizo —sin ningún tipo de presunción de confidencialidad— una de sus llamadas furiosas, autocompasivas y no solicitadas a un conocido miembro de la prensa que estaba de paso en Nueva York. Aparentemente, su objetivo no era otro que el de expresar su resentimiento por las continuas críticas por parte de la prensa, así como por la deslealtad de sus empleados. [...] Trump comentó que aquel mismo día había ahorrado 700 millones de dólares anuales en puestos de trabajo que, de otro modo, habrían terminado en México, pero que, sin embargo, la prensa hablaba de una bata «que no tengo porque nunca he llevado bata. Y nunca la llevaré, porque no soy de esa clase de hombres». Los medios estaban socavando la dignidad de la Casa Blanca, y «la dignidad es muy importante». Pero Murdoch, «que nunca me había llamado ni una sola vez», lo llamaba ahora todo el tiempo. Y eso debía de significar algo.