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Guerra en Europa

Turquía emerge como potencia mediadora en Ucrania y Oriente Medio

Erdogan aspira a convertirse en actor clave de los grandes conflictos internacionales

Erdogan se reunió ayer en Ankara con Zelenski EUROPAPRESS

Pocos países como la Turquía forjada por Recep Tayyip Erdogan durante más de dos décadas se ajustan más en su proceder a la reflexión del recientemente fallecido politólogo estadounidense Joseph Nye, a quien debemos el afortunado hallazgo teórico del soft power: “el poder blando es sólo un componente del poder, y raramente suficiente por sí mismo. La capacidad de combinar poder duro y blando en estrategias exitosas donde se refuercen mutuamente puede considerarse ‘poder inteligente’”.

Sin duda, poder duro es el que el presidente turco ha dado muestras de sobra de saber emplear a la hora de mantener a raya a la media Turquía que le detesta, como quienes recientemente le han mostrado en la calle de manera masiva el rechazo a su concepción autoritaria de la democracia (“la democracia es un tranvía: cuando llegas a tu parada, te bajas”) tras la detención y encarcelamiento del alcalde de Estambul. También poder duro es el que el segundo ejército más numeroso de la OTAN ha utilizado para neutralizar la actividad armada de la insurgencia kurda durante décadas o el empleado por las tropas turcas en Siria para, junto a los islamistas radicales de Hayat Tahrir al Sham (HTS), dar el golpe de gracia a la dictadura de Bachar al Asad en el momento menos esperado.

Consciente de que, siguiendo a Nye, no todo puede ser coerción, sino que la inteligencia se demuestra también con el poder blando, esto es, utilizando la seducción y la persuasión, el mandatario ha hecho suya en los últimos tiempos una apuesta por la mediación en los conflictos del momento que es proyección de su visión y misión neootomana de la historia. Una teoría y praxis que tuvieron su punto álgido en los años posteriores a la conocida como Primavera Árabe, cuando las primeras elecciones libres para muchas de las sociedades de la región auparon al poder a los islamistas moderados, correligionarios del AKP de Recep Tayyip Erdogan, pero la experiencia fue efímera y tumultuosa y el alcance de las ínfulas imperiales del mandatario en las tierras que algún día fueron gobernadas desde la Sublime Puerta se manifestó limitado.

Con todo, Turquía no ha dejado de estar presente, de una forma u otra, en cada uno de los conflictos del norte de África y Oriente Medio, y el estratega Erdogan -cuyas tropas han estado presentes en el norte de Siria durante una década, siempre con el objetivo de neutralizar al nacionalismo kurdo dentro y fuera de sus fronteras- vio el pasado mes de diciembre el momento oportuno -en una jugada que ninguna cancillería ni experto anticipó- para acabar con la dictadura de Asad. Hoy Ankara pugna con Tel Aviv y Riad por aumentar su influencia en Oriente Medio en el nuevo orden regional tras la caída de Damasco y con una República Islámica más frágil que nunca. Maestro del doble juego, Erdogan ha sabido preservar durante las dos últimas décadas su doble condición de socio de Occidente y leal miembro de la OTAN con sus veleidades neootomanas en Oriente Medio y África y sus buenas relaciones con Rusia y China.

Y en esta línea han de enmarcarse los esfuerzos del presidente turco desde los primeros meses de la invasión rusa y guerra en Ucrania por sentar a las dos partes a negociar. El gran logro de Erdogan durante los más de tres años transcurridos desde el estallido del conflicto fue el acuerdo para desbloquear las exportaciones de cereal ucraniano desde las cosas del mar Negro a finales de 2022 -un logro que tuvo repercusiones positivas en gran parte del planeta-, y su prolongación al año siguiente. Ayer, a pesar de la ausencia del presidente ruso, Erdogan fue capaz de sentar en la misma mesa a las delegaciones ucraniana y rusa en Estambul a fin de avanzar en un acuerdo de paz que a esta hora, con todo, se antoja lejano.