La Columna de Carla de La Lá

¡Tú que tienes facilidad para escribir!

Escribir es como si te pasaran un papel de lija por todo el cuerpo, pero engancha.

La columna de Carla de La Lá.
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Ahora que parece concluido el editing de mi primera novela, y que ya está encarrilada hacia la imprenta… le doy vueltas constantemente a la segunda ¿saben? Porque este sufrimiento, que es como si te pasaran un papel de lija por todo el cuerpo durante años, engancha…

¡Tú que tienes facilidad para escribir! Te dicen… puf…

Cuando llegué a Madrid con 18, sin conocer a nadie, escribiendo poesía por los rellanos, desprotegida, desinformada y pobre, daba largos y solitarios paseos sin dirección. No sé cómo pero fui muy feliz....

Tampoco sé cómo conocí a Andres Sorel (El Sorel, lo tomó del Julien Sorel, de Rojo y negro, de Stendhal), ni cómo ni de qué manera él, famoso escritor ultracomunista, conocido de Castro y Che Guevara, me invitó a la Asociación Colegial de Escritores de España (ACE), siendo yo una pipiola, imagino que megarepolluda, de primero de periodismo (en el CEU), que apenas había garabateado unos borrones repletos de tópicos e ingenuidad. Pero lo hizo.

Allí encontré un grupo de amigos esperpénticos y geniales que frecuenté y quise muchísimo. Durante tres o cuatro años, asistí cada lunes al Taller literario donde no se nos enseñaba a escribir (Sorel decía que los talleres de escritura eran una majadería) sino a leer y a pensar. Se nos enseñaba literatura de verdad, nos regalaban carretas, montañas de libros increíbles y recibíamos charlas de escritores consagrados de tú a tú, los pocos privilegiados alumnos ilusos que por los caprichos de la ciudad habíamos parado en aquel templo a yo qué sé qué.

No recuerdo cuantos éramos, ¿quince?… ni los nombres, ni apellidos de nadie, excepto Mónica, con un bonito lunar junto a la boca… No tengo sus teléfonos ni mails…. aunque los invitaba a mi casa constantemente… Perdimos todo contacto pero esos benditos años recibimos lecciones magistrales los lunes, de 7 a 22 horas… entregábamos ensayos y poemas (Andres ponía como condición escribir, escribir sin parar al que quisiera ocupar una silla de la calle Sagasta 28)… Al finalizar, bajábamos al mismo bareto infernal, siempre y nos poníamos verdes de whisky (nada de cenar, no había dinero) hasta que nos echaban, con cariño… y cierto asco, supongo, porque éramos un grupo de seres feos, menesterosos y oscuros de solemnidad, con pinta de esquizofrénicos (yo, la única, me sentía muy guapa y luminosa y eso me hacía aún más bizarra y chalada), la mayoría de ellos en tratamiento psiquiátrico.... Ay pero ¡cuanto más locos, más inteligentes y divergentes y a mayor grado de psicosis, más calidad literaria!

Hoy he pasado por delante del bar que tampoco recuerdo ¿cómo se llamaba? Es igual, cerró y en su lugar han puesto una de esas monstruosidades retro cuqui, con dibujos como de frito refrito de fritanga de Jordi Lavanda… ¡qué dolor!

El Taller cerró también (tampoco recuerdo por qué un día dejé de ir) y Sorel, adorado, murió. Estará en el infierno, tan a gusto.

Ahora, con cierto vértigo adictivo, inclinándome sobre las puntas de mis pies hacia el abismo de una segunda novela pienso y repienso en la posibilidad de un libro de historias de amor bonitas por lo terribles, ya saben, desdramatizadoramente espantosas (a la manera de los cuentos elegantes y tristes de Dorothy Parker) que de esas tengo varias porque la primera vez que me gustó un chico fue a los dos años. Mis hijos que son adolescentes no saben lo que es el amor, me alegra que sean tardíos porque como me dijo mi madre una vez llenando dos copitas de oporto a las 7 de la mañana: empiezas a amar y empiezas a sufrir (dos experiencias fundamentales a la hora de escribir, por otra parte)

Era un bebetón sinsal, ese de mis primeras calabazas, un compañerito de la guardería por el que mi amiga Teresa y yo, nos peleábamos muy cabrunamente. Su nombre no viene al caso, pero ni siquiera nos invitó a su fiestecita de cumpleaños a comer mediasnoches con Pralín.

Ya en el colegio, con 5 años más o menos me sentí profundamente atraída por… (perdóname Señor) Bertín Osborne, Bertín, sí. Bertín de joven, con su sonrisa perfecta y su soltura de conquistador andaluz de ojos azules.

Por supuesto, yo aún no era mujer de mundo, y no había meditado suficiente acerca de una figura que rechazo con todo lo que tengo: la del seductor, la del machote, pero sobretodo la del “cachondo mental”, con ese sentirse soñado… con esa mano que parece haber dado azotitos a los traseros más bellos de las jovencitas más complacientes de los cinco continentes, mientras que la otra mano sujeta una copa de jerez fresquita…

Después me enamoré de George, de George Michael, con sus falsas espuelas, su guitarra, sus gafas de aviador, sus mechas rubias y sus vaqueros rasgados… pobre de mí. Y entonces me volví loca perdida por un negro: Michael Jackson, yo estudiaba ballet y él era un genio musical y un brillantísimo bailarín y coreógrafo… Tendría unos 10 años y lo encontraba tan sexy… hubiera huído con él segurísimo. Menos mal que no se le ocurrió venir a mi colegio de monjas de Vitoria a buscarme. Dejé de amarle gradualmente a medida que se convertía en blanco.

Siempre tuve un cuerpo de escándalo, a los 13 me “pidieron salir” todos los niños que conocía y procuré decirles a todos que sí, organizando un calendario imposible que apliqué rigurosamente sin darle a ninguno de ellos más importancia que a los otros…

A los 17 me colé hasta el músculo braquiorradial por un muchacho bastante turbio, inquietantemente delgado, no disparatadamente inteligente, analfabeto, ennoviadísimo, medio toxicómano, inmoral, infiel, inconsciente, psicopatón, machista y, lo peor, pobre, que me partió el corazón y me precipitó a enclaustrarme meses en el ático de mis padres sin parar de escuchar Laura Pausini….

Desde mis desdichas adolescentes hasta mis 44 actuales, mi vida sentimental ha sido un tango, qué quieren que les diga, ¿escribo el libro?