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Carmen Martínez-Bordiú: «Compartir esta experiencia nos unirá para toda la vida»

La primogénita de Carmen Franco celebró sus 67 años con un aventura inigualable que además le ayudó a superar la muerte de su madre. Lo registró todo en un cuaderno que ahora comparte con LA RAZÓN

Los demás viajeros creían que Tim McKeague, el novio australiano de Carmen (ambos, en la imagen), era su guarda- espaldas
Los demás viajeros creían que Tim McKeague, el novio australiano de Carmen (ambos, en la imagen), era su guarda- espaldaslarazon

La primogénita de Carmen Franco celebró sus 67 años con un aventura inigualable que además le ayudó a superar la muerte de su madre. Lo registró todo en un cuaderno que ahora comparte con LA RAZÓN.

«Quiero celebrar mi 67 cumpleaños fuera. Mamá se acaba de ir y surge este viaje que quería hacer desde hacía tantos años. Empiezo a escribir después de una noche casi sin dormir, en una choza con gente que vive a orillas del río Sepik (Papúa Nueva Guinea) porque en esta parte del mundo, en las antípodas del nuestro, todo puede ocurrir. Llegamos a Papúa después de 58 horas de viaje y de dos aterrizajes fallidos; al tercero, estamos en nuestro primer destino, el río Sepik, es una noche larga e intentamos conectarnos con nuestros familiares, ya que será el último sitio con señal antes de embarcarnos. Aquí comienza la aventura.

Desayunamos a las siete y esperamos a que llegue nuestro guía. Pasa el tiempo y no tenemos ninguna noticia. Que no cunda el pánico, pero avisamos a nuestra organización, que está en Londres, a nueve horas de diferencia. Al final, llega. Nos montamos los cuatro, mi pareja, mis amigos y yo, en un mini bus, además de la mujer y la niñita de tres años del guía. Recogemos a más gente que se mete como puede, les pedimos que no metan a más y cuando paramos en una aldea, el guía y sus acompañantes desaparecen.

«Pídele peras al olmo»

Nos piden dinero, supuestamente para llenar el mini bus de gasolina. No entendemos nada, todo debería estar pagado. Durante el trayecto de cinco horas intentan cambiarnos los lugares que teníamos contratados para visitar. Estamos un poco moscas. La compañía que arregló el viaje está en Inglaterra, pídele peras al olmo. Hasta nuestra vuelta estamos a merced de esta gente y parecemos refugiados más que otra cosa. Yo me río sola porque tenía tantas ganas de este viaje desde hace tanto tiempo que ahora me digo: “No querías bicicleta, pues pedalea”.

Nos avisan unos que van con nosotros que no paremos donde haya chicos jóvenes porque puede ser peligroso. Nos preguntan si mi pareja es nuestro “bodyguard”. Somos tres españoles y él, australiano; decimos que sí. Estamos un poco bloqueados. Finalmente llegamos, al atardecer, al río Sepik. Supuestamente la lancha que tendríamos que coger está río arriba, así que nos subimos a otra muy incómoda, con nuestras bolsas, cajas de comida y agua y sin el guía, que desapareció, además de otra familia y alguno más. No sabemos cómo sentarnos o si debemos tumbarnos, y después de tres horas, cuando es casi de noche, llegamos a lo que parece una misión, pero sin nadie.

Hay un problema. Hablan entre ellos y nos dicen que la cabaña de huéspedes está cerrada, el misionero se ha ido con la llave. Ya no decimos nada, solo esperar y ver qué deciden. Volvemos a meter las bolsas, las cajas y demás en la lancha para seguir río arriba. Estamos entregados, ya ni preguntamos. Por fin llegamos a unas chozas; no hay luz, pero sí mucho barro, resbalamos, nos sacan unas sillas junto a un tronco y nos dicen que van a preparar la habitación. Sacamos una botella de Ribera del Duero y un sobre de jamón ibérico que he conseguido pasar por las aduanas. Bebemos el vino en unas tazas que preferimos no mirar demasiado.

Se nos acercan gallinas, gansos, perros y muchos niños que van casi desnudos. Los mosquitos nos acribillan, incluso embadurnados de repelente. A mí me preocupan los grandes porque estamos en zona de malaria. Nos han preparado la cena en la parte baja de la cabaña y comemos en el suelo arroz, higadillos con verdura y plátanos. Subimos al piso superior, pero el suelo no parece muy seguro con las tablas separadas. Menos mal que mi pareja no es gordo. Vemos cuatro colchonetas en el suelo. No tenemos almohadas, así que cogemos lo que tenemos de ropa y nos instalamos. Al menos nos ponen una especie de mosquitero que nos da algo de privacidad. No sé cuántos vamos a dormir en la cabaña. Apenas entra la luz de la luna por los tablones de madera y no quiero gastar la batería del móvil porque no tendremos enchufes hasta dentro de cuatro días. Tengo la ropa esparcida fuera de la mosquitera y siento un poco de frío, pero hay tanto trasto de los ocupantes de la cabaña por el suelo que no quiero echarme algo por encima que no sea mío. Tengo muchas ganas de salir al campo. Ni he querido ver lo que dicen es el cuarto de baño. Prefiero no pensar.

Escupo como ellos y me limpio la nariz igual. A lo que todavía no he llegado es a probar un fruto parecido a la lima que mascan y escupen todo el rato y que deja toda la boca roja, como ensangrentada. Es lo único curioso de esta gente, porque visten con ropa europea y camiseta del Barça. La canoa por la que recorremos el mítico Sepik, por el que llegamos a pasar once horas seguidas navegando, es un tronco hueco al que han colocado un motor y un bidón grande de gasolina, además de cuatro sillas de bambú para nosotros; los locales se sientan en el suelo. Hay cocodrilos, pero no los vemos, aunque sí garzas y algún aguilucho. La vegetación es exuberante y el río muy ancho. Algunas veces vemos aldeas de pescadores y cuando llegamos a un poblado siempre salen muchos niños a los que damos cuadernos, pinturas y globos. Están tan felices que no los sueltan. Nos ofrecen agua de coco, tabaco y nos enseñan las lanzas con las que cazan; de hecho, los niños se pasean con machetes.

Hablan un inglés muy primitivo, pero nos entendemos. Se nos hace tarde, pero estamos muy a gusto. Seguimos nuestra navegación y admiro el paisaje y disfruto de este maravilloso paseo por el Sepik. Me lavo como los gatos, a pedacitos y con toallitas húmedas y agua de rosas. Los niños se bañan en el río, pero salen más sucios de lo que entran (es por las lluvias, no porque esté sucio). En un poblado tenían una cisterna que recoge agua de lluvia; la recoges con un grifo en un barreño y te la echas por encima. Allí me duché después de once horas de canoa con un sol abrasador y rebozada en loción anti mosquitos. Así no era muy apetecible irse a dormir.

El camino del Rocío

Las dos toallas y chanclas que tenemos las compartimos, nos apañamos bien. Creo que compartir esta experiencia nos unirá para toda la vida, pero tengo claro que no volveré a hacer el camino del Rocío. Pasar por todas estas penurias en medio de la selva, soportando los mosquitos por estar en un río donde hace 40 años se comieron a un nieto de Rockefeller, pasa, pero estar a diez minutos de la civilización y no tener dónde ir a hacer tus necesidades, acabo de entender que es una gilipollez sin nombre.

No hemos visto ni un «hombre blanco», como nos llaman aquí, ni cuando fuimos al norte, ni ahora en el sur. En Soroka nos recibe un guía con cara simpática que viene con tres más, de los que si te los encuentras hasta de día sales corriendo. Nos llevan a ver un espectáculo con los hombres pintados de blanco y de barro, con lanzas y arcos, y nos cuentan la historias de las luchas entre clanes y cómo se comían los cadáveres. Hasta hace cien años existía el canibalismo, en fin... Luego se ponen la ropa encima de las pinturas y subimos a un monte. Llegamos a la caverna donde llevaban a los muertos. Está llena de cráneos. Fuera, las vistas no pueden ser más espectaculares. Se ve el monte que separa Papúa Nueva Guinea de Indonesia. El último día nos reciben unos 30 locales ataviados con plumas, las mujeres con los pechos descubiertos, y nos hacen una danza que es una mezcla de la que hemos visto en el río Sepik, más musical, y la de Goroka. Es una bonita despedida. Mañana iniciamos nuestra vuelta y cenamos barbacoa, llevo tres semanas sin tomar carne y me lo pide el cuerpo.

Todavía me entristezco al pensar en ello, pero en el primer poblado había un árbol inmenso y me abracé a él. Era el árbol de los espíritus, habían grabado dos caras inmensas en su tronco y pensé muy profundamente en mi madre. El guía, que tiene una hija albina que nos acompaña durante todo el viaje, quiere que nos la llevemos a Europa. Yo lo comento con mi pareja y por la mañana le digo que ahora la niña, que tiene unos cuatro años, sería infeliz, que tiene que estar con su familia y su gente, pero que me comprometo a llevarla a Europa cuando tenga 12 años a un colegio y pagarle su educación.

Hablan un inglés muy primitivo, pero nos entendemos. Se nos hace tarde, pero estamos muy a gusto. Seguimos nuestra navegación y admiro el paisaje y disfruto de este maravilloso paseo por el Sepik. Me lavo como los gatos, a pedacitos y con toallitas húmedas y agua de rosas. Los niños se bañan en el río, pero salen más sucios de lo que entran (es por las lluvias, no porque esté sucio). En un poblado tenían una cisterna que recoge agua de lluvia; la recoges con un grifo en un barreño y te la echas por encima. Allí me duché después de once horas de canoa con un sol abrasador y rebozada en loción anti mosquitos. Así no era muy apetecible irse a dormir.

El camino del Rocío

Las dos toallas y chanclas que tenemos las compartimos, nos apañamos bien. Creo que compartir esta experiencia nos unirá para toda la vida, pero tengo claro que no volveré a hacer el camino del Rocío. Pasar por todas estas penurias en medio de la selva, soportando los mosquitos por estar en un río donde hace 40 años se comieron a un nieto de Rockefeller, pasa, pero estar a diez minutos de la civilización y no tener dónde ir a hacer tus necesidades, acabo de entender que es una gilipollez sin nombre.

No hemos visto ni un «hombre blanco», como nos llaman aquí, ni cuando fuimos al norte, ni ahora en el sur. En Soroka nos recibe un guía con cara simpática que viene con tres más, de los que si te los encuentras hasta de día sales corriendo. Nos llevan a ver un espectáculo con los hombres pintados de blanco y de barro, con lanzas y arcos, y nos cuentan la historias de las luchas entre clanes y cómo se comían los cadáveres. Hasta hace cien años existía el canibalismo, en fin... Luego se ponen la ropa encima de las pinturas y subimos a un monte. Llegamos a la caverna donde llevaban a los muertos. Está llena de cráneos. Fuera, las vistas no pueden ser más espectaculares. Se ve el monte que separa Papúa Nueva Guinea de Indonesia. El último día nos reciben unos 30 locales ataviados con plumas, las mujeres con los pechos descubiertos, y nos hacen una danza que es una mezcla de la que hemos visto en el río Sepik, más musical, y la de Goroka. Es una bonita despedida. Mañana iniciamos nuestra vuelta y cenamos barbacoa, llevo tres semanas sin tomar carne y me lo pide el cuerpo.

Todavía me entristezco al pensar en ello, pero en el primer poblado había un árbol inmenso y me abracé a él. Era el árbol de los espíritus, habían grabado dos caras inmensas en su tronco y pensé muy profundamente en mi madre. El guía, que tiene una hija albina que nos acompaña durante todo el viaje, quiere que nos la llevemos a Europa. Yo lo comento con mi pareja y por la mañana le digo que ahora la niña, que tiene unos cuatro años, sería infeliz, que tiene que estar con su familia y su gente, pero que me comprometo a llevarla a Europa cuando tenga 12 años a un colegio y pagarle su educación.