Donald Trump

Las consecuencias de ser hijo de Trump

Melania Trump y Barron, a su llegada hace dos días a la Casa Blanca
Melania Trump y Barron, a su llegada hace dos días a la Casa Blancalarazon

Tras su llegada a la Casa Blanca de la mano de su madre, el benjamín del presidente estadounidense continúa siendo objetivo de las más duras críticas al tiempo que afronta una nueva etapa escolar en un prestigioso colegio de Washington que cuesta 36.000 euros al año.

Donald Trump, bulímico de atención, y la Prensa, enganchada a la droga dura de sus coces, necesitan combustible. Queroseno en forma de palabras y gestos que alimenten la pira. Si no basta con la ingente producción del hombre en la Casa Blanca, siempre les quedarán sus esposas, la actual y las otras. O la blonda Ivanka. La hijísima (hay otra, pero no cuenta) lució el otro día un vestido de 35 dólares. Comprado en unos grandes almacenes. Ivanka va por los platós como una suerte de hiperestésica Walkiria. Incapaz de comprender por qué la gente anda tarasca con su bienamado padre. Para Kate Taylor y Mary Hanbury, del Bussiness Insider, Ivanka intenta enjuagar el escándalo por la chaqueta de Melania Trump. Dolce & Gabbana. 51.500 dólares (46.015 euros). 25.750 (23.007 euros) a pagar en depósito. De esa guisa apareció la primera dama en la reunión con las parejas de los dignatarios del G-7. En la tragicomedia de Washington D.C. ya solo faltaba Barron, el único hijo de Trump y la maniquí.

Al crío, auscultado hasta la náusea, no le queda otra que refugiarse. Vuelan los esputos dirigidos contra un nene de 11 años. Los reparten los torvos de guardia refugiados en las redes sociales. Arremeten contra el pequeño a falta de mejor ungüento con el que apaciguar sus demonios. ¿Lo (pen)último? Una tal Jodie Beggs, lectora de la Universidad de Boston, escribe en Twitter que «Barron Trump lleva una camiseta en la que puede leerse El Experto, y yo acabo de vomitar un poco». Beggs habla sobre el niño igual que otros hicieron antes. Quiero decir que no es la primera y su veneno está lejos de ser intransferible. Y así macera el odio. Y así repta viscosa la nauseabunda facilidad de algunos para brear a un niño. Barron es el punto débil del padre. El padre el hijo del padre, que decía Cormac McCarty en «Meridiano de sangre». El vástago que hereda los pecados de su progenitor. Sean cuales sean. Como si en lugar de haber vivido una infancia de gato persa por puro azar, pues a nadie le está dado elegir su cuna, fuera el protagonista de un aullido de Nick Cave con los Bad Seeds.

De modo que Barron, único hijo varón de un presidente en ejercicio desde los días de Kennedy, tiene que sobreponerse a lo imposible. A la Prensa rosa y a cierta izquierda en internet. A los psicofantes que jalean al padre y a los que fantasean con acuchillarle igual que Bruto a César. No es fácil, no, ejercer como heredero de un multimillonario de clase trabajadora, campeón de los obreros fabriles y expatriados de la siderurgia, el carbón, los astilleros y demás actividades punteras, y etc.

Entre camiseta y camiseta nos entretenemos celebrando que haya abandonado Manhattan. Acaba el curso y las decenas de millones que le ha costado al erario público proteger a la primera dama y al crío lejos de la Casa Blanca. Estudiará en el colegio Sidwell de Washington. 40.000 dólares (35.739 euros) anuales. Como Archibald Roosvelt, Tricia Nixon, Chelsea Clinton y Malia y Sasha Obama. De las aulas de Sidwell han salido directores de la CIA, premios Pulitzer, princesas del Japón, asesinos, vicepresidentes de la Reserva Federal, premios Nobel de Química, poetas, actores, bajistas de la Allman Brothers Band y hasta un embajador soviético (Oleg Troyanovsky). Un territorio alternativo, de césped cortado como el cogote de un marine y árboles centenarios, donde echa los dientes la élite. La misma a la que Trump prometió que le rompería el cuello.

MUÑEQUITO VUDÚ

Dicen que Barron apunta a «icono de la moda». Hubo un tiempo en el que los adolescentes imitaban las trazas de los dioses del rock. Pero ni siquiera el hippie más grandilocuente o el greaser más feroz habría confundido a Elvis Presley o a Mick Jagger con un «icono de la moda»... y mira que influyeron. Hoy, que sobra con marcar un gol de cabeza en el último minuto de un partido de fútbol para ser bautizado como «icono», que a los cinco minutos de arrancar un concierto alguien ya tuitea que se trata de un recital «legendario», el niño Barron despunta como «icono» para los peluqueros, que en sus ratos libres opinan de sociología y, de paso, flamea como muñequito vudú en la parrilla de una gente terriblemente triste. Incapaz de mejores hazañas que el ajusticiamiento virtual de un niño en las mazmorras de internet. Si sobrevive al ruido y resiste a la furia y si no lo pulverizan mediante halagos o insultos, contemplará estos años con extrañeza. Está acostumbrado a los pasotes del padre, pero quién sabe si las jeremiadas de unos y otros no acabarán por resultarles entrañables. Dulces recuerdos de un tiempo salvaje en el que fue criado como el hijo de un emperador vociferante e hipertrofiado al que la púrpura se le queda pequeña.