Israel

Viajes que tocan el alma

Carmen Lomana, meditanto en el desierto de Judea
Carmen Lomana, meditanto en el desierto de Judealarazon

Estoy aterrizando en el sentido real y espiritual de un viaje que todos deberíamos hacer en algún momento de nuestra vida. Un viaje que, al menos a mí, me ha tocado en lo más profundo de mi alma. Todos tenemos en nuestra cabeza una idea preconcebida de Israel y también de los Santos Lugares y, una vez más, comprobé que no se pueden hacer ni juicios de valor ni emitir opiniones a veces muy radicales de lugares donde no hemos podido sentir su pulso, observar a sus gentes y, por encima de todo, sentir sus vibraciones. Salí de Madrid vía Tel Aviv sin pensar en lo que iba a encontrarme y dejé que todo fluyese. Es un viaje relativamente corto que podemos hacer en uno de esos largos puentes que tenemos en España. La ciudad me sorprendió por varias cosas. Hay mucha gente joven, es fascinante y vibrante, y allí se dan cita judíos de numerosas nacionalidades. Esto de alguna forma es difícil de gestionar pero, por encima de todo, está el deseo de sentirse seguros de nuevo en su tierra en un espacio común. El mar, la playa, es un espacio del que disfrutan mucho las gentes de Tel Aviv. La visita obligada es la del puerto de Yafo, donde se cuenta la leyenda de que Jonás fue engullido por una ballena. En el paseo marítimo se celebra la segunda semana gay más importante del mundo (la primera es la nuestra), algo que contrasta en una sociedad que tiene a ultra ortodoxos que viven en otro mundo de tradición y religiosidad extremas y que sin embargo conviven con una gran tolerancia. Tel Aviv es el centro económico, cultural y tecnológico de Israel, pero lo que me dejó maravillada fue su arquitectura «Bauhaus» que llevaron allí los judíos alemanes que se formaron en la escuela de Ullm, cuna de la arquitectura más vanguardista. La segunda parada de nuestro viaje fue al desierto de Judea, que se ha metido en mi alma y ya sueño con volver. Ese paisaje abrupto y silencioso en el que pude imaginar a Jesús retirándose para ayunar 40 días y 40 noches. Cuenta la leyenda que la rosa de Jericó se abría para ofrecerle su humedad y que pudiese beber las gotas de agua de su interior. Me hubiese quedado horas allí sintiendo el silencio y meditando. El mar Muerto impresiona por su luz. Sus aguas tienen algo de aceitosas, flotas de una forma que te hace sentir extraño, sin gravedad. Una experiencia extrasensorial. La última etapa de mi viaje fue la ciudad de ciudades, la tierra prometida en la que todos querían estar y poseer: Jerusalén. Una ciudad por la que pasaron tantas civilizaciones, babilonios, romanos, turcos, cruzados, árabes... Llegamos por la zona alta y nos dirigimos hacia el Monte de los Olivos, desde donde se divisaba todo su esplendor. El templo de Jerusalén, dos veces destruido, con su explanada con la cúpula dorada –obra de los musulmanes–, sigue imponiendo. Estaba ansiosa por recorrer el camino del Calvario. Antes de empezarlo intenté tener un momento de introspección y meditación. Cuando llegué a la primera estación de flagelación y coronación de espinas solo tenía ganas de llorar, me preguntaba: «¿Por qué no puedo controlarme?». Hubiese querido estar sola para llorar muchísimo más y desahogarme. Si me preguntan el porqué, no lo podría explicar. Ha sido un viaje interior muy fuerte a lo más profundo e íntimo de mi ser espiritual. La fe de tantas personas me emociona, te das cuenta de que los seres humanos necesitamos de ella porque somos una eterna pregunta. ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué hay...? En Jerusalén encuentras muchas respuestas y su energía te envuelve en una nube de paz.