Sevilla

Cuando el abanico era el aire acondicionado

Ante la canícula no quedaba otra que ajo y agua. Tras el parte de Mariano Medina, que con una tiza pintaba en la pizarra las isobaras, a falta de electrodomésticos punteros, era la hora de bajar las persianas.

Unas mujeres, al anochecer en una acera de Ronda (Málaga), tras la caída del sol
Unas mujeres, al anochecer en una acera de Ronda (Málaga), tras la caída del sollarazon

Ante la canícula no quedaba otra que ajo y agua. Tras el parte de Mariano Medina, que con una tiza pintaba en la pizarra las isobaras, a falta de electrodomésticos punteros, era la hora de bajar las persianas.

Una cosa es que nos acostumbremos y otra que no sepamos que las olas de calor son como las del mar: vienen, van y nunca nos abandonan verano tras verano. Sin embargo, da igual. Nuestra capacidad de sorpresa ante ellas es de una candidez insólita, como si fuésemos unos esquimales recién llegados a España. Las crónicas de la época, pródigas como ahora en hablar sobre ellas como si fuese un apocalipsis, citaban tres días de julio de 1967 en que si los españoles no cayeron como mosquitos fue porque estos, de tanto picarles, les entretenían ante los efectos de la canícula. A saber: entre los días 19 y 22 de julio una bolsa de aire sahariana –siempre el Sáhara tocándonos la moral, no solo desde el punto de vista político, también climatológico– trastornó a medio país. Córdoba llegó a los 48 grados; Aranjuez, en Madrid, 47, al igual que la famosa Écija; Sevilla, 45, Jerez de la Frontera y ¡Fuerteventura! –¿qué pasó con el microclima de las Islas Canarias?– 44 grados; Ciudad Real, Murcia y Zaragoza con 43; Madrid y Granada, 41... Y mejor dejarlo aquí. Los pocos españoles que tenían televisión –si tenemos en cuenta que apenas hacía once años que TVE empezó sus emisiones regulares desde el Paseo de la Habana– veían a Mariano Medina, con su pizarra y su tiza, como si fuese un profesor, marcar las isobaras y poniendo un punto donde estaban las principales ciudades con sus correspondientes temperaturas. Todo muy rudimentario. Los pocos espectadores, entonces el medio de comunicación mayoritario era la radio, se miraban con resignación y seguían la estrategia de ajo y agua. Ustedes me entienden.

Ahora nos quejamos, pero por aquel entonces del aire acondicionado no se sabía ni su nombre y los ventiladores... eran un producto de lujo, tanto que ni se anunciaban en los diarios del momento. ¿Las neveras? Había, pero en la mayoría de las casas seguían las fresqueras, donde se guardaban los productos perecederos, aunque lo que se estilaba era hacer la compra diaria en los mercados de los barrios: de la frutería a la pescadería; de ahí, a la carnicería y la tienda de ultramarinos y tiro porque me toca.

Sin embargo, había recursos. Más que a mi madre, recuerdo su casa paterna. Mi tía Rosario, mujer de temperamento y recursos donde los hubiese –no había quién le tosiera–, lo primero que hacía era blindar la casa. Después de airearla, bajaba aquellas persianas verdes de madera, que pesaban un quintal, hasta que la luz prácticamente desaparecía de las estancias. Tal era la situación, que las veces que dormía allí, o ella venía a nuestro hogar le tenía que decir: «¡Tía, abre un poco, que parece que estoy en un nicho!». Rosario y Encarna eran unas doctoradas en la técnica de abanicarse. Por la mañana, tarde y noche, en el salón o en la calle... Movían la muñeca con tanta destreza y rapidez que todavía no alcanzo a saber cómo a ninguna de las dos las tuvieron que operar del síndrome del túnel carpiano, algo que puede que les pase a algunas de sus sobrinas de tanto teclear el ordenador.

En los pueblos y en los barrios, al caer la tarde formaban parte del mobiliario urbano las abuelas y las viudas que sacaban sus sillas y se sentaban en las aceras para tomar la fresca sin olvidarse del botijo. Eso era lo que decían... ¡Mentira! porque si ponías el oído era la versión de los 60 y 70 de «Sálvame». Lo primero era la terapia de grupo hablando de sus achaques. Quince minutos más tarde, llegaba la hora de criticar a cualquiera de las vecinas, eso sí, después de que la saludasen. «Me han dicho que su marido es un borrachín, ¡ay, qué pena por Dios, con lo joven que es! o «¿de dónde habrá sacado el Paco para comprar ese coche? ¡si es fontanero!». Y así se pasaban las veladas, que de tanto hablar se les dormía la lengua.

Eso sí que forma ya parte de la Historia. En Madrid ahora multan con 750 euros por sacar las sillas a la calle. En Barcelona, igual. Ya se sabe que cuando se quiere, «Podemos». Suerte que en Cullera y otros lugares de bien se mantiene esa costumbre sin ser señalados por la policía.