Lucas Haurie

Franciscanos de aquí y allá

Concediéndole al verano un aliento de duende, como si un demiurgo travieso organizase las venidas e idas, nada más lógico que una excursión a los Lugares Colombinos para culminar unas vacaciones que comenzaron en Carmel (California). El monasterio de Santa María de La Rábida, cabe el Atlántico, pertenece a la misma orden franciscana que el de San Carlos Borromeo, a orillas del Pacífico, y el segundo no sería concebible sin las meditaciones que Cristóbal Colón realizó junto al Padre Marchena durante el verano de 1492, en los días inmediatamente previos a su primer viaje. No era especialmente pío el piloto genovés pero sí su patrocinadora, Isabel de Castilla, a la que motivaban, mucho más que las riquezas, las almas que fuera a sumar para la Cristiandad en los territorios conquistados. Un continente entero para su Dios y tres cuartos del mismo para su idioma, una huella grandiosa que se observa en el cuarto de banderas del cenobio onubense: las enseñas de todas las naciones hispánicas, Filipinas incluida, y un puñado de tierra de cada una de ellas. En la vecina villa de Moguer, el espléndido convento de las clarisas tiene el mismo aire cortijero que esa ciudad en miniatura que es el de las predicadoras de Santa Catalina de Siena en Arequipa (Perú), la ciudad colgada de los Andes en la que vio la luz Mario Vargas Llosa: en tres manzanas, nació el escritor contemporáneo que mejor ha usado el español y se construyó el complejo que mejor recrea la arquitectura de la madre patria. Como colofón insuperable, las papas aliñás de cierto mesón local que un día fue mugriento pero al que la asepsia no ha robado su esencia y los dulces sin parangón de La Moguereña, legendaria confitería.