Política

Imbroda e Imbroda

Melilla, ciudad paradójica a la fuerza por su condición de fronteriza, deparó la imagen de la semana pasada, cuando diez millares de agarenos recibieron su pascua chica, el Aid el Fitr que llega cuando acaba el Ramadán, con una oración masiva en la explanada del Tercio Gran Capitán, así llamada por estar junto al acuartelamiento del primer regimiento que comanda la I Legión Bandera de España. La foto del colega de Efe vale, ésta sí, más que un millón de palabras porque completa el cuadro de división entre dos mundos irreconciliables esbozado por las elecciones del pasado 26 de mayo. Veinticinco diputados se sentarán en la Asamblea melillense, que se constituye el jueves, repartidos a partes iguales entre los binomios PP+Vox y PSOE+CpM, el partido bereber que acaudilla
–nunca mejor escrito– Mustafá Aberchán, breve gobernante de la ciudad autónoma entre 1999 y 2000, cuando comenzó la larga hégira de Juan José Imbroda. El empate a doce lo deshará Eduardo de Castro, único electo de Ciudadanos que ha planteado un órdago verdaderamente audaz: para apoyar al bloque diestro e impedir la segura islamización que supondría el cambio exige la dimisión del presidente, a quien acusa de los vicios propios del que acumula numerosos lustros en el poder. Y no, no es una coincidencia: si se apellida igual que el consejero andaluz de Educación, Javier, el político centrista con más poder institucional tras Juan Marín, es porque son hermanos. Bonito ambiente se barrunta en casa para la próxima Nochebuena, aunque la elección entre sostener lo que funciona razonablemente bien y plantarse de una voltereta en la puerta de una confrontación cívico-religiosa debería estar clara. Lo que pasa es que los cálculos personales de Albert Rivera condicionan la política de demasiados territorios. Y no debería.