Historia

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Sólo ver y asombrarse

La Razón
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Una selección tópica de siete maravillas, por decir una cifra, naturales contendría sin dudarlo al Gran Cañón del Colorado, esa «prisión de granito» que describió uno de sus primeros exploradores. Sentir en esta época el viento del desierto de Arizona equivale a meter la cabeza en el horno pero la visión del coloso es tan anonadante, suspendida la avioneta dos mil metros sobre el curso del río, que el goce estético hace olvidar el calor. Múltiples folletos narran las peripecias del adelantado García López de Cárdenas y de John Wesley Powell, el oficial manco de la Guerra de Secesión que fue el primer hombre que se aventuró a la travesía. Anécdotas de la historia para la culturilla general, si me permiten, porque el paraje apenas tiene más valor que el paisajístico y ahí acertaron los indios navajos con su denominación original: tal era su hondura, que lo bautizaron como «la montaña al revés». Es un lugar apto sólo para la contemplación y el misticismo, o siquiera para que el hombre ufano reflexione sobre su propia pequeñez. El espectáculo cromático de la piedra cambiante según transcurren no las horas, sino los minutos, sólo es comparable al que se percibe en el mágico Cerro de los Siete Colores, entre las provincias argentinas de Tucumán y Jujuy, como si los picos andinos quisiesen competir en fulgor con la gran sima de Norteamérica. No existe (todavía) cámara fotográfica capaz de registrar los matices que ofrece el Gran Cañón con la precisión del ojo, que se cierra para evitar ser cegado por la luz asesina del sol al mismo tiempo que la boca se abre en señal de asombro. La tormenta que, de pronto, sacude a la pequeña Cessna como si fuera un cascarón de nuez en el océano embravecido es apenas un contratiempo sin otra consecuencia que la de dejar la ropa interior inservible.