Festivales de Música

El Sónar asalta todas las emociones

El Sónar arranca con el éxito de su carpa 360º y las colas para ver el club de James Murphy y 2Manydjs

Unos jóvenes bailan en el festival Sónar, que este 2018 cumple 25 años de vida. EFE/Marta Pérez
Unos jóvenes bailan en el festival Sónar, que este 2018 cumple 25 años de vida. EFE/Marta Pérezlarazon

El Sónar arranca con el éxito de su carpa 360º y las colas para ver el club de James Murphy y 2Manydjs.

En la superficie, poco ha cambiado el Sónar en sus 25 años de historia. Sigue atrayendo a la misma gente, encantada de mostrar externamente todas sus extravagancias, hasta el punto que todos parecen compartir y disfrutar el mismo carnaval. Exacto, no existe extrañeza, inhibición o vergüenza, sólo todos los peinados registrados en la «Gran Enciclopedia de Looks para Bárbaros Ilustrados». Es, en definitiva, un lugar maravilloso, según todas las acepciones del término. Si El Bosco pintase hoy día, pues diríamos sin duda que hace 25 años que va al Sónar, el festival más barroco y alegre del mundo. En la superficie, decimos, porque en su fuero interno, el festival cada año parece diferente, y este curso está dedicado a subvertir el mundo que conocemos.

La tarde empezó simpática, con Kokoko!, una especie de Devo a la africana, que dieron brío y calor al Sónar Village. Vestidos con monos amarillos, su mezcla de tradición de raíz vocal con tópicos electrónicos hizo las delicias de un público que vive por y para las sorpresas. Quizá sí que El Bosco estaba ayer en el Sónar y esto era su jardín de las delicias. Aquí no hay nada imposible.

Aunque si algo distinguió a este loco jueves fue que el festival es capaz de convertir el pleno día en la noche más oscura. Por ejemplo, uno podía hacer la cola para entrar en el club Despacio y no ver absolutamente nada salvo el pálpito gigante de sus mega altavoces, de una claridad tal que los beats se convertían en arañas sobre el cuerpo. Tanto James Murphy como 2Manydjs se divirtieron de lo lindo en una sesión de seis horas cuya máxima diversión era encontrar dónde demonios estaban. Y sí estaban, no era todo pregrabado, pero había tanta gente y estaba tan oscuro que costaba averiguarlo. Para llegar hasta allí había que recorrer un largo camino en un ambiente de aeropuerto abandonado. Sin embargo, cuando llegabas al destino el premio era grande.

Pero había demasiadas cosas que ver como para quedarse encerrado allí dentro. Otra de las zonas nocturnas era el Sónar 360, una carpa enorme donde estirarse en el suelo y mirar a las estrellas, en este caso una enorme pantalla que te rodeaba por completo. Lo que veías allí, lo que oías, lo que sentías eran pequeñas narrativas, como un viaje espacial a bordo de una nave tipo Alien en busca de alguien que no quiere que le encuentren, perdiéndote para siempre, o puras abstracciones, como un juego de barras paralelas que parecían abalanzarse sobre ti. Tanto daba, la calidad inmersiva era grande, pero la sensación de primera vez, de trabajo en desarrollo también. Dentro de unos años será el no vas más, ahora no.

También de noche parecía la instalación Sónar Calling, una serie de plafones de luz parpadeante que jugaban con las composiciones que diversos artistas han realizado para enviar al espacio en busca de vida extraterrestre. La música no deja de ser un lenguaje ambiguo. Dentro de 25 años, cuando la señal vuelva a la tierra, sabremos si los seres espaciales les gusta el minimal techno o piensan que unos bárbaros les han llamado cabeza sapo y les han declarado la guerra. Por lo que se vio ayer, me inclino a pensar que los extraterrestre hace años que van al Sónar.

En ese momento, Jenny Hyval, una pequeña y pizpireta noruega, maravillaba con su electrónica densa en el Sónar Complex, poniéndose a pasear por el escenario o sentándose en una tumbona en forma de concha a mirar su móvil. Chill, ponía en las pantallas, y tenía razón, la chica estaba tan relajada que contagiaba. Al mismo tiempo, Daedelus, maestro de los ritmos rotos y hip hop más abstracto, realizaba toda una demostración de cómo crear tormentas. Su puesta en escena, con rayos que caían en contorsiones sensuales consiguió cerrar el círculo de un concierto brillante. Brillantes, por divertidos, fueron Mueveloreina, el último fenómeno de los nuevos ritmos urbanos. Fueron tan divertidos que por momentos parecían un gag de año nuevo de Martes y Trece sobre el trap. .

Y para acabar, un nuevo viaje temporal al corazón del minimalismo, cuando las orquestas se convirtieron en los 70 en vehículos desenfrenados con notas repetitivas que te advertían que el amor estaba cerca, que el amor se acercaba, que ya estaba aquí, que no había remedio, que ya había llegado, y sin embargo nunca acababa de llegar. Tanto daba, la expectativa del amor es mucho más hermoso que el amor mismo. Así lo demostró la OBC en el Auditori, con su magnífica interpretación de las partituras de Terry Riley..