Gastronomía
Tabernas de Madrid: La Ola o el rock and roll chamberilero
Los cierrabares de la capital tienen lugar de culto en esta esquina. La bulla de media tarde es mucho más cálida que cualquier confesionario
En ese mapa atestado de covachuelas tabernarias que es Chamberí, hay un lugar para iniciados llamado La Ola. Su propietario, el mítico bandido Carlos Iban, parece surfear desde una barra donde los rumores marinos tienen acento castizo. El personaje oficia desde del grifo como un catedrático perdulario y un psicólogo de manual. Además tiene toda la sabiduría del que patea los madriles, baja la mano ante las embestidas de los parroquianos sabelotodo, y siempre tiene a punto la gracia chipén si hay una mujer de bandera. Porque en esta taberna todo tiene ese punto canallesco, simpaticón y del estudiante al que siempre echan de la clase.
Taberna Cervecería La Ola Dónde calle de Fernández de los Ríos, 53
Quien tiene la fortuna de poseer credenciales de La Ola, es alguien en el Madrid de los gatos. Aquí la cerveza se tira cargando la suerte. Los vinos por influjo de algún perseverante despistado, como quien suscribe, empiezan a cobrar forma. Verdadero garito de hospicianos, cueva de Zaratustra, parece ese refugio donde a quien le han puesto las maletas alguna vez encuentra complicidades. Cuando sube el cierre metálico de esta casa, siempre hay algunos frotándose las manos, vengan o no de la casa de Johnny B. Good, uno de los tertulianos más célebres del local.
«El de los perros» tiene su auténtica oficina en La Ola, al igual que esas caras afables o torvas, según la ingesta, y tengamos taco o telarañas en el bolsillo. Las delicias de la manduca amenizan las largas horas ganadas al tedio gracias a esta zumbona manera de crear felicidad barista. Hay habituales que parecen haber naufragado en esa barra casi como un acto de fe. Y por eso, se desconfía mucho para los clásicos de los inspectores de hacienda camuflados, de los opositores de medio pelo y de los que extreman ideologías sin haber leído una línea. «Jefe, ponme un doble y una de ensaladilla que me paso por la faja el acta de turno, aunque tenga origen en un submarino holandés».
De hecho, de La Ola nunca te echan. Los cierrabares capitalinos tienen lugar de culto en este esquinazo irreverente y con guapura. Ese Carlitos tiene además el pellizco de inventarse unos callos como un prestidigitador del foro, o masajear un marisquillo de buena fortuna. La conserva, intensas chacinas, o el pincho de la barra, son peladillas para ir mirando de una manera altanera como pasa la vida. Porque como se dice, y en esta casa es religión, si algo pasa, se le saluda.
La bulla de media tarde es mucho más cálida que cualquier confesionario. En una barra que te abraza mejor que cualquier madre, se suceden los guiños, los amores tardíos y un salpicón de marisco con todo el bigote. Con la moda de las terrazas, que han traído los virus y los corregidores actuales, parece que La Ola nunca se acaba. Solo hay que esperar a que suba la marea de la cerveza para que vaya sepultando el mal bajío. Manu Llorente forma parte de esta historia de corazón tan blanco y puro como esa barra inmaculada y gustosa.
Podrá haber otra gastronomía en miniatura, como dicen los «cursis» de mayor fuste, pero el retablo costumbrista y espejo madrileño aquí es único. La patata frita de caché, cuarenta años servida por la misma casa, la mojama, como la tapa de queso son el prólogo del guisillo casero, del bacalao con tomate, el rabo de toro o del calamar en tinta. En La Ola todo se jalea y porfía. Y si no, ahí está Carlos para formarla y mucho peor…
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