Cargando...

Muslo o pechuga

La Sandunga: callos con pedigrí en Tegueste

En medio de bancales, ha encontrado acomodo Gonzalo Tamames, cocinero riojano de verbo corto y cuchara larga

La Sandunga: callos con pedigrí en Tegueste cedida

En Tegueste, rincón escondido del norte tinerfeño donde el alisio acaricia las parras y los viejos lagares aún huelen a mosto, aparece La Sandunga. No es un bar cualquiera, sino un refugio con hechuras de casona canaria, ventanal generoso y un aire de salón coqueto que parece inventado para conjugar tertulia, cuchara y paisaje. Allí, en medio de bancales y bancales de verde, ha encontrado acomodo Gonzalo Tamames, cocinero riojano de verbo corto y cuchara larga, sobrino nada menos que de Ramón Tamames, economista de los Episodios Nacionales y político de altos vuelos. De casta le viene al galgo: mientras el tío se batía en las Cortes, el sobrino se curtía entre fogones.

El oficio se le nota en cada plato. No cocina de oídas ni de manual de escuela: se nota que ha trasegado cocinas reputadas, patrias y extranjeras, y que ahora en Tenerife ha decidido levantar su propio templo de manduca sincera. Su carta es un mapa mestizo: guiños a la despensa canaria, pellizcos asiáticos, algún trazo latino y la inevitable raíz castiza que siempre reclama su sitio. Puede que al leerla uno se pierda en tanta deriva, pero basta probar para entender que la brújula está bien afinada. La sala acompaña: un servicio delicado, casi sigiloso, como si quisieran que el comensal oyera crujir las brasas y no el trajín de la cocina. La atmósfera es hogareña sin ser ñoña, íntima sin caer en cursilería.

Y vamos al toro: los callos. No cualquier guiso, sino unos callos a la madrileña que remiten a la liturgia perdida del Jockey. Los que conocieron aquella casa de postín saben de qué hablo: sabor hondo, melosidad sin grasa sobrante, garra sin estridencia. Un plato de memoria que aquí revive con todo su trapío. Callos de manual, gloriosos, para quitarse la boina y hasta de brindar con porrón imaginario.

No se queda ahí la fiesta. Los canelones de rabo de toro con crema de cigalas son una suerte de fandango mestizo: tierra y mar, guiso y marisco, que acaban dándose la mano con alegría. Las carrilleras de cebón con teriyaki y trufa, por su parte, son pura melosidad con acento viajero. Platos que sorprenden pero no engañan, con fundamento en la base y picardía en el aliño. La bodega, sin excesos pero con tino, ofrece alegrías isleñas como el Presas Ocampo que nos descorcharon: fresco, vivo, con el punto justo para acompañar una tarde larga de conversación y cuchara.

El local es ya leyenda en el panorama tinerfeño: quien se atreve a salirse del circuito turístico y sube hasta este remanso, encuentra premio. En la barra suenan apodos y tertulias: «el Vinagre» jura que no hay callos como éstos ni en la Plaza Mayor, «la Rubia de Bajamar» defiende que el vino canario está en plena reconquista, y un servidor solo puede asentir mientras remata el pan contra la cazuela.

La Sandunga no es sólo un restaurante: es toda una declaración de intenciones. Que en Canarias se puede comer castizo, global y local, todo al mismo tiempo. Que los callos, si se hacen con verdad, pueden ser patrimonio universal. Y que un sobrino de Tamames, en vez de perderse en sesudos debates, ha encontrado la manera de explicarse al mundo con un plato de cuchara.