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Opinión
Las grullas
Andaba yo perdido en cavilaciones políticas sobre las elecciones andaluzas cuando me llegó desde el cielo del jardín el inconfundible gru-gru de las grullas. Puede que fuera el mismo bando que vio y contó aquí el otro día Alfonso Ussía con su maestría habitual. Vienen de las prósperas y frías tierras del norte de Europa, más frías y pobladas que mis tierras de Soria, han sobrevolado la Europa del Brexit y de los funcionarios y vuelven a las tierras del sur, donde se cruzarán con urnas y pateras y pasarán el invierno. No falta mucho, he pensado al verlas, para que España se convierta también, con Brexit o sin él, en acogedor invernadero permanente para los jubilados acomodados de la Europa norteña. Vaya una cosa por la otra.
Volaban bajo y con estrépito: un gru-gru caótico y altisonante entre las nubes. No era un bando demasiado grande. Parecían cansadas o desconcertadas. Algunas se descolgaban, como explorando el panorama, y regresaban poco después al grupo. Habían dejado atrás la sierra de Madrid y les costaba formar la uve característica para emprender la velocidad de crucero. Llevan en sus alas más de tres mil kilómetros, con algunos descansos imprescindibles. Seguramente habían pasado la noche en la laguna salada de Gallocanta, un buen dormidero entre Daroca y Jiloca, en las últimas estribaciones del sistema ibérico, y volaban hacia las dehesas y los campos de cultivo de Extremadura, donde los ornitólogos las fotografiarán desde los chajurdos.
Algún bando se hospedará en Doñana, como Pedro Sánchez, y las más osadas se descolgarán a África. Mientras ellas cruzan el Estrecho, observarán el ajetreo de los «llanitos» de Gibraltar y sus vecinos, nerviosos por el Brexit y el salario, y contemplarán abajo las pateras de los emigrantes, como puntos negros perdidos en el agitado mar, que navegan a duras penas en dirección contraria. Habrá que convenir en que este ir y venir de aves y personas cuestiona las fronteras y los separatismos, pero esa es otra historia.
Mientras las pierdo de vista en el cielo de Madrid, recuerdo que las grullas son, según me han contado, un ejemplo de fidelidad. La unión de la pareja, que se establece solemnemente mediante una vistosa danza nupcial, con alegres saltos y piruetas, es para toda la vida. Así que ante el devaluado negocio del amor entre los humanos, hoy tan quebradizo, el ejemplo de las grullas puede resultar estimulante y aleccionador. Pero también esa es otra historia.
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