Opinión

Eutanasia: el debate que no es

El Congreso está tramitando una ley sobre la eutanasia. Es una cuestión polémica, pues su valoración ética no resulta evidente para todos (a diferencia de la corrupción, por ejemplo) y, además, puede desembocar en enconadas discusiones. No sorprende, porque afecta a valores fundamentales como el respeto a la vida, la atención del enfermo, la exigencia de autonomía o el sentido y el modo de afrontar el sufrimiento. Quien esto escribe llevo casi veinte años enseñando ética a universitarios. Aunque la ética no se reduce a cuestiones polémicas, es inevitable abordarlas si afectan tanto a las personas y las sociedades. Cuando trato la eutanasia, mi perspectiva no es de especialista en bioética, ni los alumnos son de ciencias de la salud.

Esto, que puede parecer una limitación, tiene una ventaja: el contexto del aula es similar al del diálogo público. Los estudiantes son ciudadanos con derecho a voto que, antes o después, tomarán decisiones sobre la enfermedad y la muerte.

En clase aparecen posturas variadas, incluso encontradas. Pero todos están de acuerdo en algo: la falta de reflexión y debate sobre temas controvertidos. La calidad de nuestro diálogo social es más bien pobre. Es muy escaso y se lo dejamos a los políticos, cuando sería lógico que hubiera más aportaciones –en los medios de comunicación, redes sociales y actos públicos– de médicos, enfermeros, juristas, filósofos, pacientes y familias, y sus respectivas asociaciones. Además, cuando se llega a debatir, el objetivo parece que es vencer a quienes piensan lo contrario en vez de contar con ellos para encontrar la solución más justa. Y también se olvida el riesgo de fractura social («ellos» vs. «nosotros»), cuando nuestra fortaleza depende de la capacidad de convivir con quienes piensan diferente. Se me quedó grabada la cara de hartazgo y desesperanza de un estudiante al preguntar: «¿Por qué tenemos este clima social y político?».

Tras examinar las posturas, explico cuál considero más adecuada: no se debería legalizar la eutanasia. En ética no cabe la neutralidad, pues no todos los argumentos son igualmente válidos. A la vez, por haber experimentado de cerca las necesidades de personas enfermas o dependientes, creo que tengo la suficiente empatía para comprender a quienes piden su legalización. Pero comprender no significa coincidir, particularmente si pensamos en las consecuencias sociales; y en una ley esto es decisivo.

Entre otras, tengo tres preocupaciones. En primer lugar, se afirma que tener un derecho no obliga a nadie a ejercerlo. Es cierto, pero también lo es que al tipificar que en algunas situaciones de «enfermedad grave e incurable, o de discapacidad grave y crónica» la eutanasia está permitida se afirma –al menos, implícitamente– que hay algunos tipos de vida más dignos que otros.

En segundo lugar, aunque se proponen garantías para evitar presiones «sociales, económicas o familiares», la legalización obligará a cada persona a preguntarse si en su situación conviene que pida la muerte. La sociedad debe proteger al débil. Es débil quien sufre tan terriblemente que desea morir, pero también lo es quien puede acabar viéndose inducido a ello porque culturalmente se considera que, en su situación, es lo mejor. Y las leyes crean cultura.

En tercer lugar, debemos pensar qué tipo de sociedad construimos con esta legislación. Ciertamente, convertiría la autonomía del individuo en valor supremo, pero es dudoso que ayude a que todos se sepan igualmente valiosos y nunca se vean como una carga. Todos hemos sido cuidados en algún momento y sabemos que en esas ocasiones resplandece la humanidad. Lo paradójico es que, precisamente ahora que estamos alcanzando las mayores cotas de bienestar, integración de las personas con discapacidad y apoyo a la dependencia, surjan planteamientos utilitaristas. Recuerdo lo que contó una alumna. Sus padres habían cuidado de los abuelos, con enfermedades degenerativas. Un día reunieron a los hijos para decirles: «Si nos pasa lo mismo, por favor, no perdáis vuestra vida cuidándonos». Es patente su generosidad (cuidaron sin esperar ser cuidados), pero también surge la pregunta: ¿Qué está pasando en nuestra sociedad para que razonemos así?

Sería necesario considerar otros temas como la diferencia entre rechazar legítimamente un tratamiento (o dejar morir) y provocar directamente la muerte; la situación en Holanda y Bélgica; cómo actuar ante quien considera mermada su libertad sin esta ley; la accesibilidad de los cuidados paliativos; y, por supuesto, qué solución ofrecer a quien manifiesta padecer un «sufrimiento insoportable». No hay respuestas simples, pero es el momento de buscar soluciones entre todos.

Aunque parece que aquí se aprobará la ley, en otros países donde recientemente se ha debatido o votado –Francia, Portugal o Inglaterra– el resultado ha sido contrario a la legalización. Quizá sea solo coincidencia, pero se trata de democracias con una sociedad civil activa y un diálogo público de calidad. Por mi parte, cada año compruebo que nuestras nuevas generaciones ansían una sociedad más reflexiva y participativa. La esperanza es que en esos pupitres está sentado el futuro.