Opinión

Por qué salimos

Madrid, España, epicentro del pulso entre los defensores de la soberanía nacional, que «reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» y los secuaces del nacionalismo identitario. Madrid, núcleo simbólico de la batalla entre los que aspiran a preservar «un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político», y los paladines de una atomización que rompa la igualdad y los derechos de todos para distribuirnos en función de unas supuestas particularidades culturales que impedirían que los distintos vivan juntos (y tómese el «distintos» con guantes de látex).

La gente salió a la calle porque ya es hora de pasearnos a cuerpo y estamos al borde de la quiebra, diga lo que diga el agitprop de las terminales mediáticas, especializadas en jalear xenófobos y difamar demócratas. A cambio de unos presupuestos más con vida el gobierno de la nación, el mismo que prometió que convocaría elecciones no bien saliera adelante la moción de censura, negocia cambalache tras cambalache con quienes amparados por su condición de servidores estatales protagonizaron un movimiento insurreccional inédito en la Europa posterior a la II Guerra Mundial. Lo de menos tal vez sea que la figura del relator introduzca en el discurso gubernamental la vieja parafilia nacionalista de reducir a España a la infame condición de potencia colonial necesitada de observadores.

Lo verdaderamente insoportable ha sido contemplar a la contorsionista Calvo levantarse de la mesa en una escena digna de Casablanca y el capitán Renault. «Los independentistas plantean un referéndum de autodeterminación que no es aceptable nunca», dijo la doña en rueda de prensa. Nadie rompió a reír porque hemos llegado a ese punto en el que la más delirante desfachatez y el sapo más formidable puede deglutirse sin pestañear en aras de la metaficción. Hay que tenerlos cuadrados para denunciar ahora que ERC y el PDeCAT, Junqueras y Puigdemont, están por la voladura del orden constitucional, la usurpación de la soberanía nacional, la convocatoria de un referéndum ilegal y la independencia. Pero sobre todo hay que lucirlos de una aleación de tungsteno y cobalto para asumir que el resto damos por buenas sus acrobacias.

Igualmente intolerable resulta el mantra de que la voladura del sistema, el intento de golpe de Estado y la proclamación de la república catalana constituyen un problema político y, por tanto, habitante de un universo paralelo donde las leyes son sinónimo de despotismo. Como si el Derecho no fuera el intento de encauzar los conflictos sin calcinar la libertad de todos a base de arbitrariedades.

Los españoles salimos porque el gobierno de Pedro Sánchez es firme partidario de agasajar a unos fulanos que trabajan para torcer el brazo a la fiscalía y están decididos a que dos de los principales partidos españoles, y con ellos millones de ciudadanos, acaben en la leprosería. Salimos porque la soberanía no se negocia, porque el derecho de autodeterminación no existe, porque las mafias del 3% y sus palmeros no pueden decidir por su cuenta y capricho el futuro de todos y porque blanquear las maniobras de los golpistas es una invitación para que el golpismo redoble sus juegos. El discurso nacionalista, catalanismo incluido, injuria la razón democrática.

Nos gustaría evitar su triunfo, el de la construcción nacional de una cataluña basada en la hez identitaria y desgajada del conjunto de España, y quisiéramos perpetuar en el tiempo el mejor experimento democrático y la etapa más luminosa de la historia de España. Porque recuerdo nuestros errores con mala saña y buen viento, y no estoy, no estamos dispuestos a repetirlos. Por eso salimos.