Opinión
El abatido hombre puente
Se le veía dolido y, como él mismo dijo, frustrado. El testimonio de Santi Vila Vicente provocó un sinfín de murmullos y el trepidante teclado de los aparatos periodísticos. Por vez primera, un ex alto cargo de la Generalitat, brillante consejero con Mas y Puigdemont, detallaba los contactos con el Gobierno, el PP y el PSOE para intentar resolver el conflicto catalán. Lo hizo con verbo encendido, pero apesadumbrado, con acento humano. «Me ha costado la carrera política y algo de mi vida personal», susurró ante el Tribunal. Desde su dimisión, poco antes de la DUI y el 1-O, le han llamado de todo: renegado, traidor y cobarde. Y han atacado a su familia con acritud, como en el caso de su segundo marido, Javier Luque, con quien se casó en Gerona ante la entonces élite del mundo nacionalista.
Pero Santi Vila fue siempre un «verso suelto» que abogaba por una solución pactada, sin la ruptura independentista. Con muy buenas relaciones en Madrid, desde Rajoy a la cúpula del PSOE, habló con todos y llegó a implicar a empresarios, iglesia y sociedad civil en el diálogo. A punto estuvo de conseguirlo en los últimos días de septiembre, pero el radicalismo ganó la partida y todo se malogró. «Fuimos incapaces y algunos irresponsables», afirmó ante la Sala juzgadora entre miradas terribles de algunos soberanistas sentados en el banquillo. Para unos fue un esforzado hombre puente, para otros un desertor y, lo que más le duele, un mal catalán. Tras su salida del Govern ha sufrido episodios de juego sucio sin piedad.
Hijo de un ferroviario de Figueras, nació en Granollers, volvió a la ciudad paterna como alcalde. Estudió Historia y Letras en la Universidad de Gerona, militó en Esquerra y pasó después a Convergencia. Siempre fue partidario de no romper la baraja, aunque algunos se la arrojaron a la cara. Hizo un testimonio valiente y contó la verdad de lo que pudo haber sido y no fue. Al final, no quiso volver al banquillo y se sentó junto a su abogado, Pau Molins, que advirtió de su indefensión por haber dejado sus cargos. Santi Vila pasó de ser una esperanza blanca, una especie de «niño bonito» entre Barcelona y Madrid, a casi un apestado. El caballero puente apareció como un hombre abatido, relator de un proceso tristemente fracasado.
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