Opinión

De la autodestrucción

En el madrileño Museo Romántico se exhiben las pistolas de antecarga con una de las cuales se disparó ante un espejo Mariano José de Larra, motivando un doble equívoco: que el romanticismo rampante atribuyera su autodestrucción al pendón de Dolores Armijo o a su fracaso político y que se le santificara como patrón laico del periodismo español cuando debiera serlo Luis de Bonafoux, «La víbora de Asniéres», más hispano que francés, que vivió cruzando la frontera huyendo de los hipócritas con ansias asesinas. Esos organismos internacionales y hasta locales que decretan días y años en favor de causas comerciales o deletéreas dedicaron el siglo XX a la depresión y quizá gracias al trompetazo aumentaron los suicidios; se ha pronosticado el XXI como el de la obesidad y ahí están los países más ricos echando culo y panza. Lo que jamás apelará a las conciencias es un año contra la tristeza maligna que ha tiempo es pandemia y que en España se cobra más de 3.600 vidas anuales (10 diarias), como primera causa de muerte no natural. Excepto el asterisco de Larra los medios huyen de la autodestrucción publicitada como de un baldón venéreo que enturbiara una imagen póstuma o propiciara un efecto imitativo o de llamada. Como si no diéramos fe del asesinato de mujeres para no animar a los feminicidas. Stefan Zweig se suicidó junta a su esposa en Petrópolis (residencia veraniega de los Emperadores brasileros) convencido de la dominación nazi. Hoy la autoinmolación de pareja no se consideraría moral sino violencia machista. Paul Lafarge, testaferro de Pablo Iglesias, el PSOE y la UGT, se inmoló con su esposa Laura Marx (hija de quien se supone) por un pacto prematrimonial que evitaría la decrepitud. Lenín censuró acremente esta deserción de la vida. Arthur Koelster y su mujer hicieron de consuno lo mismo ante un mal terminal. El cuerpo es inviolable, incluso para sus propietarios, y el suicidio (como los expuestos) es el derroche de un cúmulo de presunciones anímicas. Sanidad instalará un teléfono de la esperanza..., de nueve cifras que llegando a la séptima ya estás colgando, del cuello. Empezamos bien. La próxima frontera del hombre no es Andrómeda sino su propio cerebro, tan ignoto entre la soledad de la vida y la de la muerte.